
Priorizó la paz, la modernización del país y el combate a la pobreza. Así supo manejar los hilos del poder en éstos y otros propósitos que creía convenientes para el país, pero que no tuvo en la política su mejor aliado.
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AL término del doble mandato del presidente Juan Manuel Santos, que acaba el próximo martes, podría decirse que en ese transcurso se presentó, fruto de la personalidad a la vez tímida pero arriesgada del mandatario, una abierta dicotomía entre el poder y la política.
En efecto, pocas veces en la historia del país se había dado un presidente, como Juan Manuel Santos, con dotes tan evidentes en el manejo del poder, pero al mismo tiempo fracasos tan estruendosos en el desarrollo de la política.
Hay que decir en su caso, en primer lugar, que pocas veces por igual se había dado un actor político que durante décadas se mantuvo en los más bajos niveles de favorabilidad, en las encuestas, pero que así mismo logró imponerse a su falta de sintonía popular al pasarse repentinamente de la oposición al corazón del gobierno de Álvaro Uribe Vélez. Fue entonces cuando se catapultó de candidato presidencial viable, en el ejercicio del Ministerio de Defensa, convirtiéndose, en cosa de meses, en la punta de lanza de este sector mayoritario, huérfano desde el mismo momento en que la Corte prohibió un tercer mandato del Jefe de Estado en ejercicio. Así lo hizo Santos acaballado en la lucha contra las Farc y la condena permanente al régimen seudo-democrático de Venezuela.
En todo caso, el poder sirvió al presidente Juan Manuel Santos, sucesor de su mentor, para cumplir sus propósitos en ochos años, en lo que él consideraba mejor para el país, con indudable éxito desde ese punto de vista. No obstante, en la misma dirección, la política no le sirvió para hacer más fluidos y menos polémicos sus objetivos y no la logró motivar y canalizar con la debida certeza y ductilidad.
Para justificar los cambios que desde el principio comenzó a implementar, frente a una crisis que ya se avizoraba con su antecesor, adujo que “solo los idiotas no cambian”. Y desde entonces el país quedó sujeto al vaivén temperamental de ambos protagonistas.
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Panorama social
Durante los dos periodos presidenciales de Santos, de 2010 a 2018, el país mantuvo más o menos su ruta de crecimiento en la dinámica prevista para una nación en desarrollo, inscrita en el libre mercado y con posibilidades de lograr una sociedad típica de los tiempos contemporáneos y la globalización fruto de los medios tecnológicos a la mano. Solo por 2011, sin embargo, el crecimiento económico resultó bastante estándar, lejos de un verdadero salto hacia el desarrollo. Incluso abiertamente desfavorable en el último trienio. La retórica, no obstante, alcanzó en principio para hablar de un “milagro económico” pero ello se desvaneció como un espejismo que abrió el camino a la esperanza.
Aun así, en esos ocho años uno de los elementos característicos fue la expansión de la clase media, superando los índices de pobreza tradicionales y consiguiendo mayores índices de consumo y una inserción internacional de doble vía. Mientras las remesas siguieron constituyéndose en factor determinante de ingresos para un buen número de familias, del mismo modo el país recibió una cauda importante de extranjeros, tanto desde la perspectiva turística como desde la inversión y la tecnología de punta.
Hoy es común, en ciudades como Bogotá, la proliferación de grandes hoteles y los eventos permanentes que promueven la oferta y la demanda de productos, así como la mejora de la administración pública y privada con los nuevos contenidos del exterior.
De hecho, durante un buen lapso tocó, en buena medida, a Juan Manuel Santos navegar en la bonanza económica más grande que ha tenido Colombia, a partir del incremento inusitado en los precios del petróleo. En el mismo sentido, el país alcanzó a bordear el millón de barriles diarios, aunque esa cota no logró mantenerse de forma sostenible. Ello permitió contar con presupuestos nunca vistos cuya inversión fue determinante para desatrasar el país en infraestructura e intentar una mejora en la educación por medio de becas universitarias a miles de los estudiantes más destacados.

Las dificultades
Sin embargo, la llamada revolución de infraestructura fue altamente impactada por el escándalo de Odebrecht, empresa multinacional brasilera, que tenía, de acuerdo con las investigaciones de los Estados Unidos, una unidad especializada en sobornos a fin de lograr contratos multimillonarios, al más alto nivel posible, en diferentes lugares de América Latina. Colombia quedó implicada en ello, en dos de las principales obras públicas, a saber, la Ruta del Sol que conecta el centro del país con la costa atlántica y la navegabilidad del río Magdalena. Esto determinó una desaceleración de los cierres financieros, una mácula lesiva para los intereses nacionales. Pese a ello, son tangibles las obras que, en una buena proporción, han modificado hasta ahora las arterias del transporte, el comercio, el turismo y la movilidad en general de los colombianos.
En todo caso, el gobierno Santos estuvo circundado de todo tipo de escándalos, en los diferentes niveles de la administración pública, como Interbolsa o Reficar, algunos heredados y otros derivados del momento.
De otra parte, el programa de “Ser Pilo Paga” generó unos 10 mil becarios, con un presupuesto del Ministerio de Educación, superior por primera vez al del Ministerio de Defensa, pero si bien tuvo aplausos tampoco estuvo exento de críticas por cuanto es un rubro bastante pequeño dentro de los 700 mil educandos que, en general, necesitan de más alta calidad y una regulación para poder hacer una nivelación general y por lo alto.
Otro hito fue, a raíz de contar con buenos recursos petroleros, el de la vivienda gratuita para alrededor de 100 mil familias menos favorecidas, programa que alcanzó a duplicarse y al mismo tiempo sirvió de efecto contra cíclico para contrarrestar la desaceleración e incluso la parálisis económica a raíz de la picada en los precios del petróleo.
Todo ello, pues, producto de una política pública en consonancia con los criterios mancomunados de un país que, a todas luces, requería de una modernización. Lo cual no tiene nada extraordinario en unas circunstancias compartidas por tirios y troyanos y cuya neblina, no obstante, se mantiene en los indicadores de desigualdad social similares a otras regiones latinoamericanas.
En esa vía, sin embargo, vale decir que el Estado, a partir de los duros efectos tributarios con los cuales se trató de llenar el hueco fiscal, producido por la debacle en la renta petrolera, siempre mantuvo los ingresos provenientes de las multiplicadas cargas a la empresa privada. Lo que, asimismo quiere decir que parte sustancial de la hacienda pública se fue en mantener un Estado voluminoso más que en las inversiones para de algún modo seguir evitando las desigualdades. La venta de empresas como Isagen, a un costo, de alrededor de 6 billones de pesos, sirvieron para financiar la demanda de infraestructura, pero no de la misma manera se logró una reducción del gasto público que permitiera un mejor desenvolvimiento de la economía que por lo contrario alcanzó a bordear la recesión.
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La desinstitucionalización
Durante los dos periodos de Juan Manuel Santos el país quedó inmerso en una crisis evidente de las tres ramas del poder público, por primera vez en la historia como una patología sistemática.
Al ya tradicional desgaste del legislativo se unió, a su vez, la más escandalosa crisis en la justicia al terminar implicados magistrados y expresidentes de la Corte Suprema de Justicia en el denominado “Cartel de la Toga”, que es un eufemismo de la compraventa de procedimientos, sentencias y fallos judiciales. Ello, con magistrados en prisión, se produjo al mismo tiempo de los escándalos de Odebrecht en el Ejecutivo. Esto, de la misma manera, llevó a la cárcel a funcionarios, por demás todavía pendientes varias aristas de la investigación, minando la confianza y credibilidad del Ejecutivo que, del mismo modo, hubo enfrentar investigaciones por la participación de Odebrecht en las campañas políticas presidenciales y que, en una arista de ello, también llevó a la reclusión al gerente de tales eventos.

A raíz de todo ello el gobierno no pudo llevar a cabo las grandes reformas institucionales del país, dejando en la gaveta modificaciones tan apremiantes como la de la política, la justicia, la pensional, la reforma tributaria estructural y muchas otras que bien no llegaron al Congreso, fueron denegadas allí o finalmente resultaron derogadas por las autoridades a raíz de la mala práctica legislativa.
Con ello el país perdió ocho años en los que debieron concretarse esas reformas que no encontraron, como se dijo, ningún cauce favorable en la política, salvo por lo que se conoció como la “mermelada”, es decir, los privilegios y las canonjías para mantener las mayorías aparentes de una coalición denominada la “Unidad Nacional”.
Esto llevó a constantes derrotas del mandatario que, si bien tenía una alta noción del poder, no del mismo modo una proyección de la política como fundamento irrestricto de los propósitos nacionales ajenos a los pulsos en cada proyecto de ley o acto legislativo.
El proceso de paz
El más grave fracaso, como actor político por parte de Juan Manuel Santos, de otro lado, se dio en el principal hito de su gobierno que fue la convocatoria a un plebiscito para que el pueblo avalara o no el acuerdo de La Habana, entre su administración y la guerrilla de las Farc. Como en las reformas anteriores, imposibilitado como base de conducta para producir consensos en los que se revela principalmente el arte de la política, ocurrió lo mismo con el evento plebiscitario al que Santos decidió someterse con el país de antemano dividido en dos, a raíz de la polémica suscitada por la negociación, para unos en extremo benevolente y para otros la única manera de producir la entrega de las armas de una facción terrorista supuestamente no derrotada. En realidad no había gran polémica en torno a crear alguna plataforma para soportar la fase terminal de guerrilla. En verdad la controversia se adelantó en torno al alcance de la negociación y la cantidad de beneficios a cambio de su desactivación frente a la posibilidad de seguir cayendo a sus jefes, por las fuerzas legítimas, hasta el punto de llegar a prácticamente disolverse la dirección y ver caer a un sinnúmero de cuadros guerrilleros de rango medio.

En principio no hizo nada para unir a la Nación, como había ocurrido en la historia en otros casos similares, en especial el plebiscito de 1957, y al optar por la senda del divisionismo, Santos se encontró con la sorpresa de una derrota en toda la línea que no auguraban las encuestas, por lo tanto absolutamente fallidas. Por el contrario, todas ellas decían, en sus múltiples facetas, que se daría una victoria holgada y hasta descomunal, con una fluctuación de 10 a 30 puntos de diferencia. Si bien la derrota fue por poco, el país había mandado un mensaje claro de que, no solo desdecía de los acuerdos de La Habana, sino de que estaba insatisfecho con la gestión general del mandatario.
Esto venía ocurriendo desde unos 3 años antes, cuando se produjo su descalabro en la imagen popular por la frase infausta de “el tal paro agrario ese no existe”, mientras el país estaba abiertamente paralizado por cuenta de las protestas campesinas en diferentes departamentos y en la Plaza de Bolívar de Bogotá. Era el mismo presidente que alguna vez exasperado con la oposición llegó a decir que no le importaba pasar como un “traidor de clase”.
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Reelección y oposición
Desde entonces, el presidente nunca pudo volver a recuperar la imagen y las constantes peleas en que cayó con su mentor y antecesor Álvaro Uribe Vélez, le significaron una trampa que, antes de evadir, fomentó con su nuevo contradictor, graduado de jefe de la oposición, luego de fundar el nuevo partido prevalente en el Congreso y de sacar candidato contra la reelección presidencial de Juan Manuel Santos. Eso lo llevó a perder la primera vuelta, pero a ganar la reelección en la segunda, tras la oxigenación de la denominada Unidad Nacional y el llamado a sectores de izquierda que lo apoyaron tanto en los propósitos del acuerdo de paz, como en el de derrotar al candidato uribista.
Con miras al plebiscito, entonces, Santos decidió mantener la polarización reinante en lugar de buscar algún tipo de consenso, y allí se encontró, a mediados de su segundo mandato, con la derrota antedicha. Aunque alcanzó a consultar su renuncia con sus más cercanos asesores, como en su momento ocurrió, con los plebiscitos de Charles de Gaulle y el más inmediato de David Cameron, decidió mantenerse, para preservar el acuerdo de La Habana, aun con maquillajes, pero sin la legitimidad política que consideraba asegurada, pero que luego de los resultados había quedado en entredicho.
Tratando de salvar lo que pensaba su principal obra del gobierno hizo gala, pues, de su habilidad para el manejo del poder frente a su falta de cintura para navegar en las facetas de la política. Afianzó, para el caso, la retórica de que se estaba acabando con un conflicto armado de 50 años, cuando ya de por sí venia en abierto declive, luego de aplicarse el Plan Colombia, como una política de Estado, lo que en buena medida había llevado a un alto declive de los homicidios y la proscripción anticipada de secuestro, así como una mejora de antemano ostensible de los indicadores de violencia.
Este discurso en favor de la salida política negociada le había significado dentro de su hábil manejo del poder, la apertura de un escenario internacional favorable y sensible a ese tipo de incidentes latinoamericanos, como las negociaciones con las guerrillas derivadas de cierto pensamiento romántico de los años 60 y 70.

En esa dirección fue candidatizado por Noruega, garante del proceso con las Farc, al Premio Nobel de la Paz que finalmente ganó, luego de haberlo perdido en una ocasión anterior con el comité tunecino por las vías democráticas de su país.
En adelante, hasta el 2018, trató de hacer honor al galardón aunque la llamada implementación del proceso de paz con las Farc terminara como un fracaso en parte sustancial de sus cláusulas. En tanto, el cambio de estrategia frente a los cultivos ilícitos, que se presumía se acabarían con la desactivación de las Farc, por el contrario se multiplicaron hasta 209.00 hectáreas de siembras y 900 toneladas métricas de mercado calculado, en un lamentable índice histórico.
El presidente Juan Manuel Santos termina de esta manera su doble mandato como un jefe de Estado que supo manejar los hilos del poder en los propósitos que creía convenientes para el país, pero que no tuvo en la política su mejor aliado. De hecho, rápido se evaporaron las altas tasas de favorabilidad con que comenzó y terminó con las más bajas de los tiempos recientes hasta dejar a la oposición, que tanto combatió, instalada en el gobierno.