La cuenta regresiva para los comicios regionales y locales del próximo 29 de octubre se empieza a agotar de manera rápida. En medio del alud de candidatos a gobernaciones, alcaldías, asambleas departamentales, concejos municipales y juntas administradoras locales, crece todos los días un maremagno de propuestas con las que los aspirantes buscan obtener el apoyo popular.
Si bien es cierto que desde hace muchos años está establecido en Colombia el llamado “voto programático”, para nadie es un secreto que lo contemplado en la ley 131 de 1994 y en el artículo 259 de la Constitución tiene una aplicación muy limitada. De hecho, la ciudadanía no ha desarrollado una capacidad real para hacer cumplir los programas y las propuestas de quienes resultan elegidos.
En vista de esa falencia democrática e institucional, los candidatos tienen una especie de patente de corso para prometer lo que a bien consideren, así se trate de ideas delirantes, irreales o claramente populistas. Se prometen grandes inversiones sin sustento fiscal alguno, megaproyectos traídos de los cabellos, subsidios antitécnicos de alto impacto socioeconómico y, como se dice popularmente, ‘puentes donde no hay río” … No hay ningún tipo de límite, pues no se obliga a los aspirantes a presentar un sustento objetivo de lo que están planteándole a la ciudadanía que, obviamente, tampoco tiene la experticia ni el tiempo para evaluar el grado de realismo de los discursos proselitistas.
Esto ha llevado a una situación que algunos expertos no dudan en catalogar como de “impunidad propositiva”, pues muchos aspirantes se sienten en absoluta libertad de plantear a sus potenciales electores cualquier tipo de idea con el tal de ganarse su voto. Este flagelo es aún más visible en los comicios locales, precisamente porque la opinión pública tiene menor rango de acción para auscultar con detenimiento lo que dice cada candidato.
Este es, sin duda, un vicio para la democracia, tanto o más lesivo que la compra de votos, la trashumancia de electores, la financiación ilícita de campañas y otros delitos contra el sufragio.
Congreso, academia y, sobre todo, los partidos deberían analizar mecanismos que permitan que esa “impunidad propositiva” se erradique. Si bien es cierto que hay libertad de expresión y de opinión, así como de elegir y ser elegido, y en modo alguno la legislación puede coartar estas garantías democráticas, el abuso de estos derechos ya está pasando de castaño a oscuro, bordeando incluso los terrenos del fraude al elector puesto que se le prometen asuntos que no se pueden concretar ni cumplir.