La principal premisa de todo aquel que desempeña un cargo público es su obligación de acatar la institucionalidad y preservar los intereses generales sobre los particulares. Por lo mismo, hemos recalcado que la función pública es una majestad, un privilegio, que exige calidades y compromisos mayores a quienes la ejercen.
De allí que resulta lamentable e incomprensible el hundimiento en la Comisión Primera de la Cámara del proyecto de ley estatutaria que establecía que, una vez al año, quienes ostentaran la dignidad de Presidente de la República, gobernadores y alcaldes debían realizarse obligatoriamente un examen médico físico y mental que certificara si están en condiciones de tomar decisiones que, por obvias razones, impactan a todos sus gobernados.
En muchos países este tipo de revisiones médicas a altos funcionarios están reguladas hace tiempo y en modo alguno se tachan como una transgresión a la privacidad personal. Por el contrario, se consideran una precaución natural, obvia y mínima para asegurarse de que quienes fueron elegidos o designados para desempeñar una función estratégica no padezcan alguna limitante física o psicológica grave, incapacitante o inhabilitante que les impida tomar decisiones racionales y criteriosas.
Si se parte de la tesis, evidentemente equivocada, de que estas revisiones médicas anuales violan los mandatos constitucionales a la protección de la privacidad personal, confidencialidad de la historia clínica y la garantía del Hábeas Data, entonces habría que concluir que igual ocurre con las inspecciones periódicas al estado de salud integral de pilotos, controladores aéreos y otro tipo de personas que desempeñan oficios y trabajos de alta complejidad o riesgo para terceros. Resulta de sentido común que si en esos exámenes se detecta una circunstancia grave que impida llevar a cabo la función, es obligatorio informar a la persona y su superior.
Obviamente deben establecerse mecanismos que garanticen la máxima reserva sobre la información médica que no constituya una causal inhabilitante. También que la decisión de certificar el estado físico y mental de un alto cargo recaiga sobre juntas médicas y expertos, en nadie más. Es decir, que sea un proceso objetivo, sustentado en bases científicas y blindado ante cualquier tipo de injerencia externa o de coyunturas políticas y electorales. Que cuente, además, con los suficientes recursos para el debido proceso y se verifique, por encima de toda duda, la pertinencia de la decisión tomada.
Si bien resulta claro que el proyecto se hundió en la Comisión Primera porque se politizó y personalizó en el hoy Jefe de Estado, y el debate creciente en torno a su salud física y mental, sobre todo por sus continuos e inexplicados incumplimientos de agenda, es evidente que el Congreso perdió la oportunidad de establecer una herramienta objetiva para aumentar la eficiencia de los servidores públicos, sobre todo de quienes toman las decisiones de mayores implicaciones.