La campaña electoral entró en la recta final. Aparte de la violencia que está extendiéndose en varias regiones contra partidos y candidatos, otro de los flagelos que más alarmas está encendiendo es el relativo a la cantidad de informaciones falsas e insultantes que está circulando en las redes sociales alrededor de la contienda proselitista.
Si bien ya en anteriores comicios se había advertido la necesidad de tomar medidas para combatir las llamadas “fake news”, incluso logrando compromisos de las colectividades y los aspirantes, así como de los administradores de las plataformas electrónicas, lo cierto es que el fenómeno, lejos de disminuir, se agravó a límites muy peligrosos.
Lo más complicado es que tratándose de elecciones regionales y locales, estas campañas de guerra sucia y de circulación de mensajes falsos e intimidantes se está dando a nivel departamental y municipal. Es decir, que debería, en teoría, ser más fácil para las autoridades la posibilidad de rastrear e identificar a los autores de la emisión de esas informaciones calumniosas e injuriosas. Esto bajo la tesis de que no hay detrás de las mismas grandes e intrincadas estrategias de ‘bodegas’ digitales que utilizan una maraña de direcciones electrónicas a nivel nacional e internacional para evitar ser detectadas.
Es imperativo, entonces, que desde la Policía y otros organismos de seguridad se actúe de forma más rápida y eficiente para judicializar a quienes, escondidos en el amplio margen de anonimato digital, están poniendo a circular mensajes mentirosos, insultantes y denigrantes, que incluso rayan en la apología al delito o que, por el calor propio de las campañas políticas, pueden llevar a incentivar actos de violencia e intolerancia contra partidos y candidatos.
De igual manera, el Consejo Nacional Electoral debería estar revestido de facultades para que los propios partidos y candidatos a los que favorece esta clase de guerra sucia digital tengan que pronunciarse, no solo para desmarcarse de las intenciones malévolas de los autores de las calumnias e injurias digitales, sino llamando a toda la ciudadanía a no hacerle caso a esas informaciones e insistir en una contienda proselitista transparente en la que primen las ideas y las propuestas.
Ya está claro que los controles de las plataformas electrónicas para detectar y neutralizar esta clase de contenidos son insuficientes. Urge que el Congreso ponga luces sobre un asunto tan delicado, como ha ocurrido ya en otros países.