* Redescubrimiento de América
* Cuando Colombia fue una potencia
Con la muerte ayer de Fernando Botero, a los 91 años en Mónaco, cada día se hace más angosta esa generación que hizo de Colombia una potencia mundial en materia cultural. No en vano, con él y García Márquez, el país encontró un puesto destacadísimo en el olimpo universal de la pintura, la escultura y la literatura. Y si del escritor se ha denotado que es de suyo comparable con los grandes taumaturgos de la historia, en el mismo escalafón de Cervantes o sus similares de otros idiomas, no menos se ha dicho de Botero desde que comenzó a surgir, en la década de los años cincuenta del siglo pasado, como un sorprendente fenómeno pictórico que de un palmo y en su pincel inédito logró poner de presente el Renacimiento renovado, por decirlo así, ante los paulatinos ojos admirativos del mundo.
Es posible que ninguno de los dos tuviera, en principio, esas pretensiones de carácter ecuménico. El propósito fue, bien en la pintura, bien en las letras, encontrar el núcleo recóndito de ese país en cierto modo anónimo llamado Colombia y para ello lograron la manera más natural, en la imaginación y la estética, de hacer ese viaje a las profundidades tácitas, pero concretas, de ese todo territorial, asimismo orgánico, aunque amorfo, en no poca medida agreste y ante todo provincial.
Para ello, como se sabe, el escritor se encontró de bruces, por fortuna, con la repentina inspiración que derivó de los cronistas de Indias, en particular italianos como Antonio Pigaffeta o tal vez Galeotto Cey. En tanto, el pintor, con una capacidad académica sin igual, se retrajo también y desmenuzó con paciencia de relojero a los descomunales artistas itálicos del Quattrocento. Y fue de esta forma como ambos redescubrieron a América, en el mortero particular de la atmósfera colombiana tantos siglos después, cada quién a su manera y por las vías menos pensadas para encontrar el arte exacto y fino en esa trayectoria inspirativa hasta hoy irrepetible.
En efecto, no se sabe, a estas alturas, cuál habrá sido la razón desconocida que hizo de Colombia, justo en ese momento, el lugar para esa conjunción estelar, inclusive devenida en otros artistas y escritores. En todo caso, tanto Botero como García Márquez, se fueron a lo más íntimo, quizá diríase a lo más folclórico, y de esa esencia construyeron una colosal inscripción cultural que comenzó por lo provincial, pasó a ser emblemática de la nación, trascendió a la explicación más creativa y puntual de las misteriosas aristas de América Latina y dio el salto a lo universal: allí donde solo la estética es capaz de hacer una comprensión unívoca de las cosas humanas para el globo entero.
Fernando Botero, pues, no fue solo el más popular pintor latinoamericano en al menos cinco décadas, sino un paradigma orbital que puso su don, vivencia y erudición artísticas al servicio del arte contemporáneo. Y no es una frase de cajón. De comienzo, quiso vivir como Gauguin. Luego buscó en Italia a los caballos para pintarlos como Ucello. Más tarde pasó a Madrid donde el Prado fue casi su residencia (más que las clases en San Fernando). Allí quedó deslumbrado con los colores de Tiziano, la sapiencia de Velásquez y con un estrecho círculo de jóvenes colombianos persiguió, en su obsesión por la plástica, cuanta corrida taurina pueblerina que luego pintaba en servilletas de tabernas y cafés. De lo más nuevo se decantó por De Chirico (como es natural) sin la obcecación de moda por lo puramente abstracto. Y nunca dejó de lado la filigrana asiria, la estela aborigen mejicana o la textura refinada de lo japonés. Todo ello reflejado en su infinidad de exposiciones por el mundo, con la vena de Colombia siempre presente.
Por su parte, al hablar de Botero y sus coloquiales “gordas” es inevitable llegar al magnífico Greco. Porque ningún pintor, como este, para expresar en sus figuras, a propósito, enflaquecidas y de rostros transparentados, el vívido itinerario del espíritu. De esa noción renacentista podría deducirse, sin embargo, que Botero hizo exactamente lo contrario: ensanchar los cuerpos para extremar la realidad. De modo que asimismo y lejos de Rubens, que solo pintaba mujeres gordas (como el propio Botero dijo), a la larga su interés no era como en aquel: “pintar carnes”. Mejor, fue la fórmula que, si se quiere, el maestro colombiano encontró para afianzar lo estrictamente corporal y concreto. De hecho, en su obra palpita la veta humorística de Goya.
En ese orden de ideas, a diferencia de García Márquez con el realismo mágico, Botero es el artista por excelencia del realismo real. Bastaría constatarlo de cualquiera de sus colosales esculturas esparcidas en las calles del planeta. En estricto sentido, pues, Botero no fue un artista pop, propio de su época, sino mucho más allá, el clásico de los tiempos contemporáneos.