La necesidad social imperiosa de entender el mundo y reconquistar la libertad, con miras a consagrar mediante leyes justas el orden político, pese al derrumbe comunista al caer la Unión Soviética, resurge cada cierto tiempo en los países donde se cae en la corrupción o la revolución. Hoy se lucha por la libertad en democracia, por esa causa se sacrifican generaciones enteras.
Cuando se piensa que el orden es algo natural y común a la vida de las naciones de occidente, como el paisaje que nos rodea habitualmente, resulta que un temblor o un cataclismo puede alterarlo en un instante. Las revoluciones llegan súbitamente, como el rayo. En ciertos momentos de la historia pareciera que la tierra firme se convierte en barro movedizo, que no deja nada en pie. Ese parece ser el preludio de las más sangrientas revoluciones.
El rey Luis XVI, era un aficionado a los paseos en carruajes y saraos, que lo distraían de la pesada carga de gobernar, vigilar a sus ministros y le permitían delegar, delegar y delegar. Por supuesto, no se enteró del todo que Rousseau condenaba la sociedad que la corona representaba, ni que se estaba incubando una revolución sangrienta. Rousseau, inspirado dizque en el mito del buen salvaje del Nuevo Mundo, al que la sociedad corrompe, según el dictado del fraile Las Casas, plantea que se le debe devolver al individuo todo el poder que le arrebata la corona, lo mismo que se deben suprimir las grandes corporaciones, así como el sabio principio de Santo Tomás del bien común. Buscan dinamitar la familia tradicional y abolir las relaciones de sangre. Algo que ya habían intentado los espartanos en su sociedad de corte comunitario o comunista.
Para debilitar la familia tradicional, se desconoce el matrimonio cristiano, lo mismo que se invoca el mandato civil, donde se puede disolver o cambiar de pareja en cualquier momento. En la Francia revolucionaria en 1794, los divorciados superan en número a los casados por el sacramento. Y no es un dato cualquiera, esa cifra contribuye al desquicio de la sociedad, donde la figura del padre se diluye junto con el núcleo familiar. Ya algunos padres no tienen deberes o renuncian a los mismos y abandonan a sus hijos, que al no conocerlos tampoco atienden su eventual autoridad. Estos hijos sin padres que los guíen, sin arquetipos, sin respeto por la autoridad, van a ser el combustible de las grandes revoluciones de los últimos siglos. Destruida la familia, destruida la sociedad.
En estos tiempos de pandemia y dura prueba social es cuando se descubre que la familia es el gran anillo de seguridad y apoyo con el que cuenta el individuo, puesto que el afecto y la solidaridad por modestos que puedan ser le protegen de la amenaza externa. Casi todos los revolucionarios han pretendido minar o destruir la familia mediante el materialismo, el socialismo y el comunismo. Al conseguir desquiciar la familia, la capacidad de la misma de actuar políticamente en bloque se diluye. Por lo mismo, lo conservador defiende la familia, está contra su desintegración y proclama su defensa, pues es el escudo fundamental de la sociedad.
Minada la familia como elemento de cohesión natural de la sociedad se combate la propiedad privada, sin la cual ésta ni el individuo consiguen avanzar, como lo han hecho prodigiosamente desde que impera el código civil de Napoleón o dictámenes similares en occidente. En medio del flujo y reflujo del orden a la revolución, siempre está en medio la propiedad, el bienestar familiar y empresarial, minados estos, avanza a gigantescas zancadas la revolución.
Revolución que no pocas veces se crece cuando los legisladores pretenden modificar las leyes, cargar con impuestos expropiatorios o extorsivos a los ciudadanos del común. Nada más peligroso que estos asuntos de vida o muerte de la sociedad, se convierten en conflicto de tire y afloje de legisladores o de abogados que entre nosotros están por modificar de manera drástica el Código Civil de Don Andrés Bello, columna vertebral de nuestro sistema, asunto que se cocina hace rato y pocos se interesan en saber cuál es el guiso ideológico. En tanto unos pocos descubren las orejas del socialismo utópico, en la que Gustavo Petro, manifiesta su intención odiosa y subversiva de comenzar su eventual gobierno atentando contra la propiedad rural del Ubérrimo de Álvaro Uribe.