La grieta sociopolítica colombiana se ahonda, enerva las pasiones y radicaliza a la población. Estamos bajo el torbellino del desequilibrio social, las diferencias crónicas se agigantan en nuestras grandes urbes, donde el lumpen desesperado y hambriento de los detritus apestosos se suma a la protesta de los trabajadores e irrumpe incendiando buses, asaltando negocios y destruyendo cuanto encuentra a su paso. El presidente Iván Duque califica esos episodios como “vandalismo criminal” y tiene toda la razón. Respaldamos al gobernante. Esos vándalos están ahí, tras la muralla invisible que separa la ciudad de los tugurios que crecen de manera exponencial en los barrios de invasión donde impera la ley de la selva. Un paro, la protesta social, un partido de futbol o un incidente cualquiera prende la mecha y se producen estallidos de violencia que podrían desbordar la policía. La sociedad opulenta debe contribuir al urgente alivio del malestar social. El peligro de un incendio nacional y devastador asoma en la atmosfera del ambiente enrarecido.
La cosa social se complica en cuando las autoridades nacionales o locales, por combatir la pandemia cierran negocios, arruinan indiscriminadamente a los empresarios que dan trabajo o los que viven del rebusque; se enclaustra enfermos con sanos lo que no pasa ni en los manicomios. Es cuando se multiplican los contaminados y no alcanzan los hospitales para atenderlos. Se le suma a eso el proyecto tributario de pretender que todos contribuyan a engordar las arcas oficiales. Sin importar que de improviso se arruine el comercio, ni que terminen por asfixiar la libre empresa. En estos momentos dolorosos de la pandemia, lanzar un plan tributario con tufo de injusticia social, que golpea los sectores más vulnerables de la sociedad, no solamente es inaudito, imprudente, provocador, sino que es como rociar combustible en vez de agua para apagar el incendio de un polvorín. Es elemental que cuando un individuo se ahoga y pide auxilio, se le lanza un salvavidas y no una roca que lo descalabre. Maquiavelo señala que los acuerdos políticos se gestan antes y no en medio o después de la tormenta. No por eso voy a responsabilizar al ministro Carrasquilla, que es un técnico brillante, que cumple con aplicar las fórmulas del FMI. Lo que pasa es que esas fórmulas no sirven para todos los países ni menos para el nuestro en este momento, donde tenemos el agregado de la violencia, los cultivos ilícitos y la ausencia del Estado en más de medio país. Así que le pido a la galería y a los expertos que no disparen contra el ministro, qué como los pianistas del oeste turbulento en los Estados Unidos, toca lo mejor que puede.
Lo que debemos hacer -sin abandonar la prudencia profiláctica- es aplicar las fórmulas del desarrollismo que dibujó el estadista Álvaro Gómez, al que tanto admira el gobernante Se trata de estimular la economía por sectores, como la construcción. Más en la reforma impositiva desaparecen las ventajas para la inversión en vivienda social que dispuso el gobierno, pues reconsidérese ese punto. Habrá que promover contratos para construir carreteras, caminos a pico y pala, habilitar la navegación. Ofrecer más préstamos a los emprendedores internautas, los microempresarios como a los inversores en gran escala. Favorecer la agricultura nativa a todo trance, los cultivos, la eficaz asesoría de expertos, ofrecer crédito y motivar al consumidor colombiano a comprar colombiano. Invitemos al inversor internacional a desarrollar la periferia. Fomentemos zonas francas industriales, para que se produzcan motos, automóviles eléctricos y otros muchos productos, que entren al mercado colombiano y se puedan exportar a los vecinos. En ningún caso y bajo ningún motivo se debe tocar el capital personal con tributos expropiatorios. Como consagró en la Constitución Álvaro Gómez, mediante la planeación volquemos las energías nacionales al desarrollo. El Estado debe dar ejemplo de austeridad disminuyendo su tamaño, combatiendo la corrupción, una maravilla sería reducir el Congreso, volver al Senado tradicional y departamental, suprimir varios ministerios, institutos y corbatas, volver a una Corte Suprema de insobornables juristas. Restablecer en el frontispicio institucional el objetivo conservador de justicia social y el bien común.