Las idas y venidas habaneras producen, sobre la marcha, una suerte de modificaciones moleculares en la actitud oficial y de los medios de comunicación con respecto a los subversivos, que de criminales que atentaron durante décadas contra la población civil y contra las Fuerzas Armadas en defensa de sus negocios ilícitos, pasan a ser encubiertos con el manto del delito político, exorcizados en Davos, lo mismo que en La Habana. Allí pasaron a ser considerados como una fuerza beligerante que trata de igual a igual con el Gobierno legítimo. De igual forma, como por arte de prestidigitación, desconocen y borran a las víctimas de las Farc.
La sociedad, los conservadores y los pueblos, en otras regiones del planeta donde se tienen gobiernos civilizados para recuperar el orden frente al desafío terrorista apelan a las Fuerzas Armadas. El Estado tiene el deber y la misión de defender el imperio de la ley y la soberanía nacional frente a la amenaza interna o externa. La Constitución consagra la obligación del Gobierno y los soldados de defender la sociedad de los violentos y terroristas. Lo que en un país como Colombia, con un territorio hirsuto y selvático en algunas zonas, como por la virtual ausencia del Estado en otras, se dificulta. Si bien, con apoyo aéreo y fuerzas especiales de combate se consigue abatir a los jefes del secretariado, para, finalmente, buscar la derrota total de los violentos. Lo que requiere inconmovible apoyo de la sociedad en esas regiones, que no se logra sin una acción combinada y positiva en materia de desarrollo, infraestructura, comunicaciones y solidaridad nacional con la población.
La estrategia nos indicaba que al culminar medio siglo de violencia avanzábamos a la derrota definitiva de los terroristas, cuando de improviso nos enteramos que se resolvió negociar. Algo que está dentro del resorte de las atribuciones y facultades del presidente Juan Manuel Santos, y que tomó de sorpresa a la gran masa de los colombianos.
En distintos gobiernos, en ocasiones, por decisión política oficial, se presiona a las Fuerzas Armadas para impedir que ganen la guerra, por influjo de algunas corrientes políticas de izquierda y el contubernio de las alianzas electorales; sin contar la presión negativa por desconocimiento del fuero militar que desde algunos sectores de la magistratura de manera fatal se ejerce contra oficiales y soldados. Para los que conocen las entrañas de la subversión es evidente que los negocios ilícitos han sido el motor de sus acciones, a sabiendas que no están ni han estado en condiciones de tomarse el poder.
El objetivo primordial de la subversión es mantener sus zonas de influencia, donde, de abandonar el lucrativo negocio de los cultivos ilícitos, el mismo quedaría a cargo de los milicianos que no se desmovilicen. En tal caso, ellos seguirían ejerciendo influjo determinante sobre los negocios de minería ilegal y otros no menos jugosos.
En otras oportunidades nos hemos referido al Tribunal Estalinista o jurisdicción especial para la Paz, verdadero esperpento, propio de países que han perdido la guerra, que son obligados a capitular o de estados fallidos. Tal el caso de Alemania después de la derrota de la Segunda Guerra Mundial o de Yugoeslavia. Con todos los defectos que pueda tener la jurisdicción colombiana ésta se aplica por jueces nuestros, que conocen nuestra idiosincrasia. En tanto en el primer y en el segundo acuerdo de La Habana se plantea la injerencia extranjera. Además, si amnistían a los milicianos y jefes subversivos, el Tribunal será martillo para cargar contra otros actores.
Claro que se regocija el espíritu y es maravilloso negociar la paz tras 50 años de conflicto armado, sin omitir el peligro de caer en terreno pantanoso en cuanto no es positivo para la sociedad debilitar el Estado y entronizar la impunidad, dado que ello puede empujar a otros dementes a seguir el nefasto ejemplo sangriento. Razón por la cual los países civilizados combaten sin tregua a los terroristas. Un mal acuerdo de paz puede engendrar más violencia.