El control de la soberanía nacional por cuenta de las Fuerzas Armadas del Estado y sus agentes civiles es fundamental en un país que se enorgullece de tener vigente, desde su independencia, el sistema democrático. La permanencia de grupos armados en Colombia que imponen su ley mediante la violencia en el 70% del territorio nacional desde mediados del siglo XX hasta hoy, demuestra el relativismo de que seamos un país donde impera la libertad y la justicia.
Como las leyes se aprueban en el Congreso de la República se tiende a decir que Colombia es un país de leyes, lo que no quiere decir que impere a plenitud la ley puesto que, en la periferia sembrada de coca, donde prolifera la minería ilegal y el contrabando, impera es la ley del revólver o del más fuerte. Además, el exceso de leyes no es garantía de que se cumplan.
Se suma a semejante estado de decrepitud de la soberanía nacional, el desplazamiento de millares de migrantes que cruzan nuestras fronteras exponiendo sus vidas y las de sus familias al riesgo de ser timados y abusados por los coyotes que los explotan a cambio de servir de guías por las selvas y nuestros kilométricos límites. En tanto, en las grandes ciudades crecen los cinturones de miseria a donde no entra la fuerza pública, sino en contadas ocasiones mediante operativos especiales, dado que allí operan bandas armadas citadinas de distinta índole. Esa es, a todas luces, una situación explosiva.
La geografía nacional no ayuda mucho a la integración nacional, incluso en el siglo XX algunos sociólogos, concluyeron que el sectarismo político liberal-conservador, con toda su hostilidad y confrontación a la largo y ancho del país, dejando un ominoso reguero de sangre, había contribuido a mantener la noción deformada de colombianidad. Lo cierto, es que, al conseguir Alberto Lleras Camargo y Laureano Gómez, jefes de los dos partidos antagónicos fumar la pipa de la paz, hasta pactar el Frente Nacional, los sucesivos gobiernos bipartidistas consiguieron un desarrollo que superó las deficiencias del pasado, aunque sin conseguir la prosperidad en las zonas periféricas, por cuanto por esas mismas calendas Fidel Castro impulsó la exportación de la revolución a nuestra región. Dado que entendía que la extensión del país, con nuestras selvas y montañas facilitaba la acción subversiva, utilizando la deplorable situación económica de la población marginal en los campos. Además, por políticas equivocadas y la corrupción en los Ferrocarriles Nacionales, las vías del tren que se habían construido desde finales del siglo XIX, con tanto esfuerzo y sacrificio, se fueron deteriorando, hasta casi desaparecer entre la falta de mantenimiento y la corrupción sindical.
Así que, en un territorio tan heterogéneo y extenso, fuera del tren abandonamos la navegación por el río Magdalena y otras vías acuáticas, dejando que prevaleciera la comunicación terrestre más costosa, que encarece los productos de importación y exportación. Tenemos tierra, sol y agua en abundancia para sembrar 6 mil u 8 mil hectáreas de bosque en la periferia y realizar un milagro económico, sin que la ceguedad citadina nos deje ver la bondad de ese grandioso objetivo. Así como es preciso aprovechar la experiencia agrícola del Brasil, para incentivar cultivos en zonas de capa vegetal débil.
El director del Cerac, Jorge Restrepo, en interesantes declaraciones a EL NUEVO SIGLO, el 27 de julio pasado, dice que aquí a pesar de los que muchos creen “los grupos armados no ejercen control territorial”. Que incluso el ELN opera con acciones esporádicas. Es verdad, por cuenta del Plan Colombia, se consiguió frenar el asalto a las ciudades de los agentes del terrorismo y la violencia de distinta índole, aunque sin conseguir derrotarlos definitivamente mediante la represión legitima de nuestras Fuerzas Armadas, ni mediante la entrega de las autodefensas en Ralito, ni de las Farc en La Habana, por cuanto los cultivos ilícitos y la ausencia del Estado facilitan el concurso de los grupos armados, que atacan y se dispersan o fomentan el plan pistola contra militares y policía. Más sería ingenuo creer que esos grupos sanguinarios se disuelven solos, sin contar la poderosa capacidad de soborno que tienen. Por lo que es menester intentar la paz con todos, en las mismas condiciones, tal como lo plantean el presidente electo Gustavo Petro y su canciller en acción, Álvaro Leyva.