La visión de conjunto de nuestra región muestra el desorden y el caos que desafían a nuestros países, de continuo bajo la amenaza de las turbas sediciosas que desafían la autoridad. No se respeta a los gobiernos democráticos y se pretende mediante las protestas desencadenadas por cualesquiera motivos - descontento por que no llegan a tiempo los auxilios oficiales, como por asuntos de interés común como la minería o el trato a los indígenas, los estudiantes o los pasajeros de los buses de Transmilenio- arman un motín de proporciones gigantescas.
Por cuenta de las cámaras que rondan los espacios públicos los agitadores se enmascaran para no ser reconocidos. Suelen por cualquier motivo culpar a la fuerza pública y cargan a piedra contra sus agentes, los cuales están preparados para contestar con fuerza disuasiva que evita usar armas de fuego, pero que dejan algunos contusos tendidos en el asfalto, quienes suelen denunciar a los servidores públicos y acusarlos de atentar contra los buenos ciudadanos al hacer uso desmedido de la fuerza.
No faltan los bribones infiltrados en la justicia que terminan por sancionar a los agentes del orden. Lo mismo que algunas autoridades que se hacen de la vista gorda en el momento que los facinerosos desafían a los policías. A su vez, en los medios de comunicación, radiales o de televisión, como en las redes sociales, se comentan los hechos culpando, por lo general, a la policía de provocar a los perturbadores.
No faltan los que aplauden a los que causan destrozos en la vía pública, siendo muchos más los que manifiestan que esos asaltos contra la propiedad pública o privada son normales en nuestra sociedad y deben ser tolerados, para no retar el descontento. Incluso, cuando la autoridad procede en casos sonados de fuga de presos, se les condena por acosar a los servidores públicos de quebrantar la ley. Volvemos a involucionar al siglo XIX, cuando los agentes del desorden apoyaban a los artesanos que salían en Bogotá a golpear transeúntes, amenazar al Congreso y asaltar los comercios, por lo general en absoluta impunidad, como cuando armados de puñales irrumpieron en la Iglesia de Santo Domingo, obligando a Mariano Ospina Rodríguez a votar por el radical José Hilario López, como escribió en un papelito al votar, dizque para que no asesinaran el Congreso. Así otros conservadores votaran por Cuervo, cantando su voto y exponiendo su vida.
Ese fue el preludio de una feroz represalia contra los conservadores en el gobierno de José Hilario López, que apoyó la persecución a la Iglesia Católica y el conservatismo, obligando a los jesuitas a salir del país y lanzando al exilio a Julio Arboleda, el más grande caudillo conservador del siglo XIX, asesinado en el Cauca, después de defender el gobierno de Ospina. De igual forma en la frontera sur, cuando el asalto del presidente del Ecuador, Gabriel García Moreno, en medio de la guerra civil que lo enfrentó con su tío el general Tomás Cipriano de Mosquera, hasta encontrarse con la bala que lo despachó al otro mundo en los mismos caminos aciagos en los cuales se disparó contra el Mariscal Sucre.
Casi todos esos asaltos fueron impunes, en la medida que los apoyaron los jefes del desorden que en el siglo XIX y XX, ampararon la protesta popular y la anarquía para hacer política disolvente. Hasta llegar algunos jefes liberales en el siglo XX al apoyo de las guerrillas contra los gobiernos conservadores, que después de pactado el Frente Nacional, con la paz fraterna para ambos bandos, deriva en casos como el de “Tirofijo”, en seguir el combate como subversivo revolucionario de las Farc. Es preciso que la sociedad despierte y que el partido conservador, así como salió a dar el respaldo moral en las calles al expresidente Álvaro Uribe, convocado a la Corte Suprema por acusaciones infames, apoye a la fuerza pública en la defensa del orden.
En pleno siglo XXI sigue el anacronismo fatal colombiano con la violencia en los campos y que ahora se traslada de nuevo a las ciudades. Fueron conservadores los que apoyaron en un momento de ceguedad política la Confederación Granadina que por poco nos cuesta la disolución de la República, en el siglo XIX. Pobre Colombia si el gobierno no le da la dimensión que se debe dar a los que desafían la autoridad y no respaldan a la fuerza pública en su misión.
La región se descompone y las políticas sociales para favorecer a los pequeños productores y los campesinos se abandonan, lo mismo que se descuida el lumpen creciente de las ciudades, que se convierte en caldo de cultivo de agitadores que están dispuestos a tomar el poder urbano por asalto, a la manera que está ocurriendo en Ecuador. Es preciso revisar la política y atender los problemas sociales con lucidez, en tanto se promueve el desarrollo y el crecimiento de la economía que demanda el apoyo del Estado. Igual no puede estar el extenso territorio del país sin presencia del Estado.