En ocasión de los treinta años de la Carta de 1991 se produjeron una serie de loas y comentarios de exégetas y profanos alabando la norma, en casi todos los medios de comunicación del país. Varios de esos escritos los podría afirmar, en otros mi disentimiento es conocido. Incluso, El Tiempo publicó una encuesta en la que aparece un alto porcentaje, como del 80% de los colombianos, elogiando la Carta Política. Vaya uno a saber cuántos de esos la han leído.
Por supuesto, allí se consagra parte del legado político de Álvaro Gómez, como lo recuerda con elocuencia y propiedad El Nuevo Siglo. Así como se consagran una serie de principios y normas que son comunes a casi todas las constituciones, en tanto se repiten varios artículos de la de 1886. La gran mayoría de artículos son apropiados y reconocidos como positivos, lo que no quiere decir que no sean contradictorios, puesto que permiten avanzar al neoliberalismo y el socialismo sin violar su articulado. Como recordó uno de los juristas que ejerció como constituyente, se inspiran en parte en la Constitución de Alemania y de España.
Entre otras cosas, es una de las constituciones con más artículos, algunos inapropiados, como los que se refieren a no despedir a los de la televisión oficial y crear la corporación del Magdalena. Me comentaba el constituyente Raimundo Emiliani Román, que en una oportunidad pidieron sugerencias al público y la cola se hizo interminable, todos querían poner su granito de arena con asuntos que no son para una Constitución. Y las gentes se obsesionaron con ese parto.
En los ensayos del destacado constitucionalista Juan García del Río y notable bolivariano recogidos en el libro “Meditaciones Colombianas” cuenta en ese entonces, en los albores de la República de Colombia, que aquí las gentes tienen la manía de copiar las normas foráneas y pensar poco sobre lo nuestro y las soluciones locales, desconfiados de nuestro propio juicio. Los federalistas copiaban la Constitución de Estados Unidos y los centralistas la de Francia. Además: “la pasión y las preocupaciones han tenido casi siempre un lenguaje más persuasivo que la razón o los dictados de la política… En esos días la anarquía zarandeaba el país” y agrega: “se pedía tumultuariamente en una provincia la adopción del sistema federal; en otras el código boliviano; estas se abrogaban el derecho de soberanía, derecho que no pertenece sino a la nación y tan sólo para los actos determinados por la ley”. Alcaldadas que se repiten hoy por cuenta de la anarquía actual y sigue: “un mismo pueblo solicitaba hoy la federación, mañana una concentración más vigorosa, y hasta el despotismo; era tal la divergencia de opiniones que no había posibilidad de entendernos”.
Lo anterior se repite en 1991, la Constitución se salva por los factores de orden que defendieron los conservadores, algunos liberales y las instituciones que introdujo Álvaro Gómez, quien actúo en minoría. Así que el debate sobre la Carta del 91 es sobre su eficacia y conveniencia para conseguir los objetivos democráticos y unitarios que la misma promulga. Allí se proclaman todos los derechos y se copian textualmente varios de las Naciones Unidas. Se la denominó la carta de la paz, sin conseguir espantar la violencia.
El exceso de cortes y la laxitud en la interpretación de la ley por cuenta de la magistratura vienen desquiciando el sistema, al punto que la tutela aborda casos para anular sentencias en firme y consagrar la inoperancia de la ley. Los jueces, en ocasiones, se apartan del tenor de la ley siguiendo el ejemplo de las cortes, lo que fomenta la inseguridad jurídica reinante. La politización de la justicia y las instituciones ha sido funesta en algunos casos. Las mejores normas que en teoría se aprueban, en la práctica se desvirtúan, por lo que no es la Constitución sino los hombres y la sociedad los que enlodan los mejores mandamientos. Más lo crucial es que la Carta del 91 nos dejó un Estado garantista en lo superlativo y débil en sus instituciones. Un Estado paquidérmico para enfrentar el desafío de la guerra civil.