Se está volviendo rutina demencial en Colombia, la de que, se repitan los ataques contra la policía o el ejército por agrupaciones indígenas o exaltados de la más diversa índole. En parte se suceden estos casos de hostilidad contra los uniformados por cuanto, como señalaba hace varios siglos Aristóteles, cuando existe la noción de impunidad e indolencia por fallas de la autoridad, se multiplican los delitos.
El país sufrió con sorpresa la pesadilla de ver a 78 policías secuestrados, desarmados, ultrajados y golpeados por milicias indígenas. Ese triste espectáculo se repitió por varios días dejando la sensación de que la autoridad colapsa en Colombia. Se supo que la falta de respaldo en el alto mando y órdenes contradictorias, mantienen a los servidores públicos casi que en la impotencia.
Como los uniformados no tienen fuero militar ni respaldo político, temerosos de ser acusados de estar en contra de la paz total proclamada por el gobierno, se sometieron a la voluntad de unos indígenas armados con palos. Las imágenes no podían ser más melancólicas, desafiantes y tristes, tratados los policías por gentes del común como bestias y hasta criminales. Tan amargo episodio empaña el prestigio de las instituciones. Lo mismo que incita a otros sectores de la población a alzarse contra la ley y destruir el precario orden republicano que subsiste en el país, en especial en la periferia donde la debilidad o ausencia de la soberanía del Estado es protuberante.
El deber del gobierno, sin importar su signo político, es mantener el orden, preservar el buen nombre y la eficacia de los servidores públicos, como son por excelencia los soldados y policías. La Policía Nacional trabaja en algunos casos de consuno con el ejército, en labores como la de defender el imperio de la ley en las zonas más apartadas del país, a riesgo de sus vidas. Es de recordar que el presidente Petro pidió la espada del Libertador para que lo acompañara en su posesión al jurar como gobernante la defensa de la Constitución y la Ley. Con mayor razón está obligado a respetar el derecho y las instituciones de la democracia. Ley y orden son temas que figuran en el ideario del Libertador, quién consagró su vida a darnos la libertad y forjar un nuevo orden republicano y democrático.
Tras el secuestro de los policías, tenemos que en Caldono, municipio del norte del Cauca, un puñado de miembros de la fuerza pública fueron sometidos a una audiencia ancestral. Es de lo más absurdo, puesto que la misma existencia de la guardia indígena debiera servir para colaborar con las Fuerzas Militares, no para subvertir el orden. Le ley en el sistema democrático debe ser para todos, sin excepciones. Y esto ocurre por cuanto los altos mandos militares temen ser acusados de obstaculizar los esfuerzos por la paz total del gobierno. Resulta que estos policías hacían su trabajo haciéndose pasar como operadores de la Electrificadora del Cauca, para evadir la hostilidad de la guardia indígena. Los agentes al ser identificados, son vejados por la guardia, que los priva de la libertad y los atormenta con ofensivos interrogatorios y otras vejaciones. Fuera de eso, el coronel al mando de la Policía del Cauca, por órdenes superiores, les pide excusas públicas a los indígenas que befan a sus hombres. Todo lo cual desprestigia la autoridad y es un mal ejemplo para otras agrupaciones indígenas hostiles.
Situaciones similares como éstas de desafío a la autoridad y en contra de los servidores de la ley, se presentan a lo largo y ancho del país. Todo en parte por cuenta, al parecer, de la denominada paz total. En este gravísimo asunto de la pasividad de las fuerzas policiales o de los soldados, se deriva de manera inevitable en una mayor descomposición social y anarquía. Lo que significa que tendremos más violencia, caos y perturbaciones del orden público, por parte de actores que gozan de virtual impunidad.
Al contrario, si el gobierno de veras quiere una paz negociada, debe mantener la autoridad y defender la ley y el orden, para que no se le escurra de las manos la gobernabilidad.