Juan Manuel Santos llega al poder como porta estandarte de la política del gobierno de Álvaro Uribe, en el cual se destaca como ministro de Defensa, por abatir mediante un bombardeo al canciller de las Farc, Raúl Reyes y a varios de sus milicianos en el Ecuador. Santos, defiende el compromiso de ganar la guerra; cuenta con el guiño de Álvaro Uribe, amo y dueño de los sufragios mayoritarios en ese momento, como por sus indiscutibles méritos durante el conflicto armado, para su candidatura presidencial.
El conflicto con las Farc y el tema de ganar la guerra cobra cuerpo en ambas elecciones, puesto que las mayorías depositan sus votos con la confianza de que el gobierno Santos derrote de forma definitiva a las Farc. Como se recuerda el secretariado de las Farc recibió sucesivos golpes militares y bombardeos durante el primer mandato presidencial de Santos, cuando cae su legendario jefe “Alfonso Cano”, quien desde estudiante en la Universidad Nacional se vincula a las juventudes comunistas y tras un tiempo de formación marxista-leninista se lanza a la lucha armada, bajo el lema en boga de apelar a todas las formas de lucha. La pérdida del comandante de las Farc deja un monstruo mal herido y descabezado. Cano cómo máximo jefe, ideólogo y uno de los combatientes más sagaces, aspiraba a llegar al poder por la fuerza de las armas y el apoyo revolucionario en las ciudades o una negociación con un gobierno débil.
En vez de intensificar los bombardeos y organizar una ofensiva militar final, el presidente Santos descarta la victoria militar que estaba a la vista e insiste en dirimir el conflicto mediante la diplomacia. Para entonces había declarado que su nuevo mejor amigo era el comandante Hugo Chávez y ya agentes del Gobierno estaban en contactos para buscar el acuerdo de poner fin a la contienda con las Farc. Al oficializar las negociaciones de facto en La Habana, el Gobierno y los agentes subversivos exorcizados en Davos, comienzan a legislar. La iniciativa política la tienen los negociadores de las Farc y su objetivo es llegar a un acuerdo de paz en La Habana, que de manera inédita entre a formar parte del bloque de constitucionalidad. Para tal fin, se transgreden los principios constitucionales y se mantiene a la opinión engañada, puesto que desconoce los alcances del acuerdo. Situación que no tiene antecedentes en la tradición jurídica del país, la que no se puede en ningún caso -ni en chiste siquiera- comparar con las negociaciones en España entre Alberto Lleras y Laureano Gómez, en calidad de jefes de los dos partidos tradicionales, cuyo noble objetivo era derrocar la dictadura y restablecer la democracia, jamás capitular.
El legado de La Habana se constituye sobre la ruptura de la democracia demoliberal, lo que la sociedad colombiana apenas comienza a registrar. Esa aleve herida mortal al sistema ha sido posible, en parte, por cuanto el partido conservador y sus más aguerridos cuadros estaban hibernando en el foso de la mecánica política, desde donde no percibían el desafío histórico. El conservatismo olvida sus principios al no responder políticamente como defensor del orden, la legalidad, la legitimidad, la democracia, las Fuerzas Armadas y los valores nacionalistas que nos son más caros. Ese era el momento para que nuestros parlamentarios y mejores cuadros actuaran con grandeza y demostraran ser la potencia insobornable contra la demagogia de izquierda y el entreguismo oficial. Esa oportunidad la aprovecharon otras fuerzas políticas.
El Gobierno y las Farc en La Habana, no solamente entran a legislar de facto, sino que pactan que el acuerdo -plagado de trampas y que abarca múltiples aspectos que afectan el Estado y las relaciones sociales para terminar la guerra- se convierta en clausula pétrea y que dure vigente por varios años. Para avanzar a tal fin, el Gobierno convoca a un plebiscito en el cual se rebaja el umbral y el pueblo no tenía sino dos posibilidades: responder a la pregunta con un No o un Sí. Convocadas por Álvaro Uribe y otros dirigentes, las fuerzas del No ganan. Sus voceros entran a negociar en la Casa de Nariño. El Gobierno, en otro acto dictatorial de burda ilegalidad, tras unos días de dorar la píldora a los vencedores del No, presenta un texto inmodificable y vergonzoso de acuerdo. El que finalmente impone.