El presidente Iván Duque, en reportaje a El Mundo de Madrid, se refiere a los agitadores que so pretexto de las reivindicaciones del paro fomentan el odio y el caos. Como los famosos jinetes de las plagas del apocalipsis, avanzan propiciando la violencia, crímenes y destrucción, fomentan durante más de un mes incendios y ataques a mansalva contra la sociedad. En ese miserable afán las llamas se alzan de un extremo a otro de la República consumiendo los palacios de justicia locales, donde se encuentran los expedientes de reconocidos delincuentes. En modalidad de guerra civil multiplican los atentados contra la policía y los ataques contra el ejército, que pretenden debilitar, reformar o destruir. Lo mismo que se avanza en la sistemática demolición de los valores de la democracia colombiana y su institucionalidad. Recuperar el orden y castigar a los culpables debe ser consigna nacional.
Se suman a la barbarie los grupos de indígenas que salen a destruir o derribar monumentos de los heroicos fundadores de pueblos y ciudades, representativos de una época histórica relevante en nuestra región y el mundo. Rechazan que se recuerde a exploradores, conquistadores y fundadores de ciudades entre nosotros. Lo mismo que a Bolívar y Julio Arboleda. Olvidan que por siglos y siglos, la historia de los pueblos en Occidente y otras latitudes estuvo signada por la espada que trazaba las fronteras. Incluso, entre los aborígenes de esta parte del mundo la guerra fue una constante, se supone que de no arribar los españoles a estas tierras los caribes por su intrepidez habrían predominado sobre los muiscas.
La versión oral del pasado aborigen señala que los incas entraron a estos territorios hasta la zona del Caguán, que en vocabulario indígena significa mirador, desde el cual es posible visualizar gran parte de nuestro territorio. Pretendían dominar incorporar esas ricas y extensas zonas al Imperio de los Incas, de no ser por los rayos que cayeron sobre la región, que interpretaban como advertencia de los dioses a retirarse. Y así fue. Si repasamos cuantos españoles conquistaron el Imperio Azteca vemos que Hernán Cortés avanza con 400 paisanos, 1.300 guerreros locales y 1.000 colaboradores de apoyo. ¿Cómo Cortés, que no era militar de carrera, sino un valiente aventurero de origen campesino y cultura elemental, con tan pocos guerreros somete a un pueblo de más de 7 millones de habitantes? Además del arrojo y la espada tenían algunas modestas armas de fuego, como la ventaja del caballo y fieros mastines, sin recursos para vencer directamente a los lugareños.
Spengler, sostiene que los aztecas cultivados eran más ilustrados que los compañeros de Cortés, que siendo supersticiosos creían en las leyendas que auguraban que serían conquistados por seres de tierras desconocidas. Entre las numerosas pruebas de su cultura mágica, descontando los sacrificios humanos, está el famoso calendario en jade que era más preciso que el de Roma. Los incas estudiaban los astros y tenían un observatorio para observar a Júpiter, planeta que occidente desconocía, fuera de manejar el ábaco para las cuentas, tener el sistema decimal, más otros avances notables en medicina al punto de practicar trepanaciones del cerebro. Ellos sometían a otras tribus, por lo que Hernán Cortés, con su inteligencia política los atrajo y se la jugó como una suerte de libertador y dominador. Lo que se repite con Pizarro y en menor escala con el erudito Jiménez de Quezada o Sebastián de Belalcázar.
Isabel la Católica, dispone que no se esclavice a los indios y sus jornadas de trabajo se limiten a ocho horas diarias, cuando en Europa muchos labriegos debían trabajar de sol a sol. Por cuenta de Carlos V, como del padre Vitoria, se establece el derecho internacional y humanitario. España no envía sus tercios a América, se trata de una gesta de audaces aventureros privados apoyados por la corona. Las leyes de Burgos favorecen a los indígenas. Pasando el desencuentro guerrero inicial, propio de toda invasión, se extiende la hispanidad con el tesoro invaluable del castellano y se legisla a favor de los indígenas, protegidos por la corona y su derecho durante trescientos años. El Estado y la Academia Colombiana de Historia deben colaborar en la restauración de los monumentos.