Los historiadores que estudian los tiempos aciagos de Adolfo Hitler, recuerdan el incendio del Reichstag provocado por agentes del Gobierno, como uno de los peores momentos del atentado nazi contra el sistema democrático y la flagrante violación a la división de poderes, para instaurar el sistema autoritario.
En Colombia, el Gobierno no tiene que incendiar el Capitolio para que éste le entregue sin lucha sus atribuciones constitucionales e introduzca el fast track o vía rápida, para aprobar las leyes. Sistema que en los Estados Unidos se utiliza en exclusiva al aprobar algunos acuerdos comerciales con terceros países, no para reformar la Constitución.
En tanto aquí por medio de una suerte de ley habilitante el Congreso avalado por un exótico y contradictorio fallo de la Corte Constitucional le hace entrega pública de sus poderes al Ejecutivo. Se trata de desconocer la voluntad mayoritaria del pueblo colombiano que se expresó en el plebiscito por el No de todo el texto del acuerdo en La Habana del gobierno Santos con las Farc. Por lo que no es dado al Congreso reformarlo, puesto que es instancia superior el constituyente primario y solamente por la vía de otro plebiscito, en el que se exprese la voluntad nacional, se podría modificar.
Las fuerzas parlamentarias coaligadas para hacer campaña por el Sí a favor de la propuesta oficial perdieron el respaldo popular. Sólo el constituyente primario puede avalar o rechazar un acuerdo que atenta contra la democracia y el Estado de Derecho que heredamos de los fundadores de la República. En un sistema parlamentario el Presidente de la República o su equivalente, habrían tenido que renunciar de inmediato por cuenta de semejante derrota electoral. En Colombia los gobernantes son casi que inamovibles e irresponsables por sus actos cuando cuentan con una mayoría en el Congreso, que depende de los cupos indicativos y la cuota burocrática.
Sin embargo, este segundo mandato del gobierno de Juan Manuel Santos, resulta cada vez más incierto, en tanto vuela peligrosamente bajo en las encuestas. Firmó el acuerdo de La Habana, consiguió el premio Nobel de la Paz y varios doctorados honoris causa, sin que ninguno de tales honores consiga que suba en las encuestas. Así que desconocer la voz del pueblo, la Constitución y los preceptos que la misma consagra de respetar la voluntad nacional expresada por las mayorías, como abrogarse los poderes del Congreso y desconocer la justicia para favorecer a las Farc, no le va ayudar a remontar la pirámide de la popularidad.
Es incierto el futuro de la Nación desde el momento que el Gobierno abandona los preceptos liberales de la democracia y se aventura en seguir las tesis de Carl Schmitt, famoso jurista que puso su sabiduría al servicio del gobierno de Hitler, mediante la tesis del decisionismo. Para Schmitt, lo importante no es que el Gobierno fundamente sus decisiones en lo jurídico, sino en lo político. Lo que el estalinista Santiago repite.
Al prevalecer lo político en la mentalidad de la coalición santista de gobierno, el Ejecutivo desconceptuado por la mayoría de la población que votó por el No en el Plebiscito, resuelve torcer la voluntad nacional mediante triquiñuelas en el Congreso, en la convicción que arropado en la bandera de la paz, puede hacer lo que le venga en gana, sin percatarse que desemboca en la trampa de la dictadura. Lo que es más grave en cuanto Juan Manuel Santos ha sido un demócrata, al que los acuerdos con las Farc, como la derrota del Plebiscito lo empujan a caer en las garras de decisionismo de Schmitt. Para el jurista alemán, “la justificación de la dictadura se apoya en que si bien esta ignora el derecho, es tan solo para realizarlo”. En lo acordado en La Habana la presión de las Farc entroniza la zozobra y la anarquía, se quebranta la legitimidad y la democracia misma.
Para enmendar la plana y restablecer el Estado de Derecho, como señala el distinguido jurista Hernando Yepes Archila, sería preciso convocar a un referendo abrogatorio.