En el certamen electoral del domingo pasado por la Consulta contra la corrupción en todo el país se instalaron 97.810 mesas de votación. Por mesa se podían depositar 119.327 votos. A las 12 horas de día, en la mayoría de los centros votación la presencia de votantes era patética y el Registrador dio un parte de 2.400.000 votantes. Según eso, a partir de la 1:00 p.m. a las 4 p.m. consignaron su voto 9.271.420 ciudadanos. La Registraduría informa que la consulta obtuvo 11.671.420 votos En promedio 31.596 votos por hora en cada mesa, a una velocidad de 525 colombianos por minuto, lo que contrastó con la relativa escasez de público en gran parte de los centros de votación y deficiencia ciudadana que hace matemáticamente imposible tal resultado.
La característica fundamental de la elección se define en una frase: la Consulta obtuvo relativamente pocos votantes y muchísimos votos. Como en el fondo el 99% de los ciudadanos estamos contra la corrupción casi nadie les hizo reparos a los resultados de la Registraduría, en una elección sin incidentes que lamentar. Un ingeniero amigo me contó que con un grupo de estudiantes de una Universidad de Medellín hizo un simulacro electoral y es imposible que nuestro sistema asimile 525 votos por minuto, más teniendo en cuenta que eran varias las preguntas y la consiguiente demora al votar.
El control en las mesas de votación era mínimo, en cuanto los que prestaban el servicio de autoridad electoral y los ciudadanos que votaron, estaban por combatir la corrupción. Nadie que pensara otra cosa estaba facultado para hacer una veeduría imparcial. Los memoriosos comparan dicha consulta con la de séptima papeleta, que se ocupó de demoler el edificio constitucional de la Carta de 1886, con el peregrino argumento que llevaba más de cien años de vigencia, en la que se dijo que habían ganado sus promotores y en realidad eso no había ocurrido, así cuantos la gestaron salieran a celebrar de inmediato, con el apoyo entusiasta del entonces Presidente César Gaviria. Ese hecho político-electoral abrió la posibilidad, junto con un famoso fallo amañado de la Corte Suprema de Justicia, de convocar a los colombianos para romper el valioso hilo constitucional heredado de Rafael Núñez y Miguel Antonio Caro.
Con el triunfo de Iván Duque, una de las consignas que le ayudó a conseguir votos, fue combatir la corrupción. Tesis en la que lo acompaña con entusiasmo la señora vicepresidente Marta Lucía Ramírez, la que, desde cuando se postuló como candidata por el conservatismo denunció la “mermelada” como uno de los factores de podredumbre en la política nacional.
El tema de la “mermelada” y el contubernio con la corrupción, a raíz de los escándalos que tienen en prisión a varios senadores y un ex presidente de la Corte Suprema de Justicia, conmueve al país. Acaso la persecución contra el expresidente Álvaro Uribe obedece a tender una cortina de humo que proteja a los togados incursos en gravísimas denuncias, como a mantener la politización del sistema e impedir una verdadera reforma de la justicia, sin la cual gran parte de las propuestas contra la corrupción serán inanes e inoperantes.
Iván Duque, en campaña anuncia el combate contra la corrupción. Luego, vota el Sí en la Consulta. Pese a que esta no obtuvo los votos de ley, resuelve montarse en el carruaje anticorrupción pluripartidista, en jugada riesgosa por la contradicción de intereses. No quiso oponerse a una propuesta electoral anticorrupción de la izquierda, con el argumento que esa lucha no tiene signo político, pese a que el menú de las preguntas que capitaneó la izquierda era variado para atraer gentes de todo pelambre.
En mi artículo sobre la Consulta del domingo pasado en EL NUEVO SIGLO, al analizar el asunto sostuve que si la Consulta ganaba se beneficiaba la izquierda y si perdía también ganaba al arroparse con la bandera anticorrupción que le permitió a un par de meses del triunfo electoral de la derecha tomarse la iniciativa política y perfilar la estrategia para las elecciones regionales. La izquierda sigue a la colombiana legalista el modelo de Hugo Chávez, que se encaramó al poder defendiendo la cacareada lucha anticorrupción.
Sin una política limpia para derrocar el Régimen, en un país en el cual los contratistas postulan en no pocos casos sus agentes electorales, gobernadores, alcaldes y legisladores, la lucha anticorrupción se librará a medias. Sin la reforma de la justicia, del sistema electoral, ni abolir el multimillonario negocio de los senadores nacionales, las contralorías regionales, y las licitaciones de un proponente, la corrupción seguirá tan campante como las cucarachas después de una explosión atómica.