El crimen contra Álvaro Gómez Hurtado, cometido el 5 de noviembre de 1995, no ha podido esclarecerlo la Fiscalía, ni siquiera bajo el solemne compromiso presidencial de Iván Duque y el fiscal Francisco Barbosa, dada la inoperancia de la ley. Preciso, cuando se refiere al político que logra en la Constitución de 1991, que se cree la Fiscalía General para combatir las bandas de criminales, azote de la sociedad y escarnio del Estado, con la idea de tener una institución poderosa capaz de restablecer el imperio de la ley. El gran impulsor de esa reforma, desde El Siglo y en la Constituyente, con la que se consigue acorralar las poderosas mafias, fue el político bogotano.
La sociedad es consciente de los múltiples y valiosos servicios que el gran hombre público le prestó a la nación, como de la tragedia que las balas homicidas le hubiesen segado la vida cuando salía de cumplir su cátedra de Historia Colombiana en la Universidad Sergio Arboleda. Cátedra que antes de su viaje a Europa me pidió dictar durante su breve ausencia, lo que hice con el apoyo del rector y jurista Rodrigo Noguera Laborde. A su regreso nos reunimos, como era rutina en la oficina de la 100, la del opositor más desafiante contra el Régimen, donde hizo algunas observaciones sobre sus alumnos, así como preguntas sobre la grata experiencia con ellos. Cuando nos despedíamos observé su mirada brillante, el semblante como rejuvenecido, de traje gris y corbata azul, recién llegado de Europa. Con sus expresivos ojos parece mirar al espacio y con energía eleva el dedo índice al señalar un punto imaginario: “Ya dijimos lo que es el Régimen, ahora debemos pensar y planificar cómo derrocarlo. Nos reunimos la semana entrante”.
En esos encuentros, generalmente, parecía el comandante en Jefe de un poderoso ejército en trance estratégico donde los mariscales y generales estaban ausentes, a la espera que diera la orden de batalla contra un Régimen amorfo, invisible, corrupto y sin rostro, pero que detentaba el poder sin importar quien fuese el gobernante. Cada día acumulaba preciosa información que registraba en su mente privilegiada, para ordenar y utilizar en su momento como artillería liviana o pesada en su campaña de denuncia, para limpiar la política y darle un vuelco al Estado y nuestras instituciones, con miras a aupar las más grandes reformas y dar renovado aliento al desarrollismo, que no podría hacer realidad sin fumigar antes las guaridas de las aves de rapiña de la corrupción, incluso en el estamento militar, para renovar la mística y pasar a la ofensiva. El asesinato abortó la lucha contra el Régimen... Colombia pierde a su más brillante y corajudo dirigente, decidido a impulsar con grandeza el cambio constructivo y al mismo tiempo, combatir y derrotar para siempre a los alzados en armas.
Álvaro Gómez Hurtado no habría permitido jamás que el poder Ejecutivo, el Legislativo y las Cortes, renunciaran sus competencias para facilitar que en La Habana capitulara el Estado colombiano, violar el plebiscito por el NO y en la práctica se acordara una Constitución a favor de quienes ensangrentaron el país por más de medio siglo, ni que comprometidos con la Carta Democrática de la OEA desde su fundación, nombraran a dedo a los jerarcas de la Farc como legisladores, violando los sacros principios democráticos de elegir y ser elegido del organismo internacional. Esas curules frente al derecho universal son ilegítimas, ilegales y antidemocráticas. Con tantas Cortes pisoteamos los principios universales de Montesquieu, degeneramos en el desequilibrio de poderes. Con la justicia transicional se orquestan las confesiones que comprometen a los muertos y permite que los jefes de las Farc, como Timochenko, declaren que esa es “la verdad plena, exhaustiva y detallada”, y como los muertos como el Mono Jojoy no hablan, “los vivos” paguen simbólicamente, en sus campamentos entre 5 y 8 años, lo que llaman dizque justicia premial.
Con el imperio de la ley en fuga, el asesinato de Álvaro Gómez quedaría impune y siendo un crimen de lesa humanidad pasará a los tribunales internacionales para que den la última palabra.