La eficacia del Estado está ligada a su fortaleza, la cual depende no solamente de la norma sino del carácter y la capacidad de los hombres de gobierno al igual que de la solidaridad ciudadana. Vivimos bajo el precario imperio de la ley, en medio de las grietas e ínsulas que pululan por cuenta de la ausencia o ineficacia del Estado. En algunos aspectos formales damos la apariencia de una sociedad estable y segura, más cuando se mira en detalle el asunto aparecen las graves falencias. En algunas zonas del país somos un Estado fallido: cuando el Estado no existe, cuando las gentes deben defender por su cuenta su vida, bienes y derechos, que peligran día a día por cuenta de los violentos y crápulas que merodean por todas partes.
En lo esencial, como lo plantea Hegel, el Estado eficaz es el que garantiza la libertad de las personas y la vida civilizada. Un país en el cual el Estado no opera sino en una parte modesta de su territorio, tiene una fatal enfermedad crónica.
Un país en el cual atentan impunemente contra su gobernante, sus ministros y agentes, va por el tobogán que conduce directamente a la anarquía y el caos. Un país cercado por la corrupción, en el cual las ciudades son sitiadas por las turbas y destruidos sus monumentos, incendiados los servicios públicos, golpeadas y violadas varias agentes policiales, es presa de la barbarie. Un país en el cual asesinan diariamente servidores públicos y policías o soldados no difiere mucho de Afganistán. Un país en el cual en el setenta por ciento de su territorio campea la violencia y la ilegalidad, se parece demasiado a Afganistán.
Un país donde los negocios ilícitos prosperan con miles de hectáreas sembradas de plantas para preparar alucinógenos y financiar la violencia con los negocios ilícitos, no difiere de Afganistán, donde cultivan la amapola. Si comparamos los últimos 20 años de guerra en Afganistán con los recientes 20 años de vida colectiva en Colombia, la violencia ha segado más vidas entre nosotros, teniendo en cuenta la diferencia en número de habitantes. ¿Lo anterior, acaso quiere decir que la batalla por el orden se perdió en Colombia? ¿Que ya nos acostumbramos a que los violentos se tomen por asalto las ciudades y que la combinación de la violencia en los campos y centros urbanos se convierta en fenómeno decisivo común para desestabilizar el país? Esos interrogantes terribles son los que muchos colombianos se hacen cuando se comentan estos asuntos entre amigos, en debates públicos o por cuenta de hechos violentos que despiertan de momento la conciencia colectiva.
En Colombia llevamos más de medio siglo viviendo bajo el estigma de la violencia, la cual sucesivos políticos y gobiernos prometen en sus campañas abolir, para restablecer la paz y la concordia. Hemos visto incendiar el Palacio de Justicia en Bogotá, que fue un preludio de lo que pasó en Nueva York con las torres gemelas destruidas por los talibanes. Mas aquí no tenemos memoria. Aquí murieron como héroes varios magistrados, servidores públicos y ciudadanos inermes, a los cuales no les han rendido el homenaje que merecen, ni existe un monumento que perpetúe su sacrificio y memoria. Qué diferencia con las autoridades y el pundonor del pueblo estadounidense. Por el contrario, en La Habana premiaron a los violentos colombianos con cargos en el Congreso, algo que dejó perpleja a la sociedad. Por supuesto, en un proceso de pacificación se hacen concesiones, más las mismas deben tener un límite.
Se insiste en señalar que Colombia es un país violento por naturaleza y condenado a padecerla sin remedio. Pocos se detienen a reflexionar y hacer cuentas y comparaciones; resulta que los violentos entre nosotros no llegan ni al uno por ciento de la población. El resto de los colombianos son por naturaleza pacíficos, partidarios del orden y respetuosos de la autoridad. ¿Entonces qué pasa? ¿Porque vivimos y padecemos el desorden social, siempre en medio de la incertidumbre y al borde del abismo? Sufrimos un Estado débil, una sociedad temblorosa, desorganizada y una cauda política que en general ve la función pública como un negocio, mientras eso no cambie por el Estado eficaz y la alta política, seguiremos derivando en la ominosa guerra civil. Además, si el constituyente primario lo decide, la amnistía política por la paz es factible.