Nuestra región y el resto de Hispanoamérica, incluida España, se encuentran en una encrucijada histórica. En lo económico con los modelos neoliberales y de privatización, que aplicados en un medio altamente desarrollado tienen positivos efectos, mientras que, en países rezagados, de gran vulnerabilidad social pueden agudizar los abismos y problemas sociales. Al pretender que la pobreza se arregla sola o mediante el impulso del crecimiento económico generador de riqueza. Eso ocurrió en parte, en cuanto prevaleció sobre lo político el parecer de los economistas ligados a la banca internacional y sus dictados. Faltó aquí la prevalencia del ojo del estadista superior, al estilo de Álvaro Gómez, quien sugería promover el desarrollo e integrar el país, al tiempo que se mejoraban las condiciones de vida de los más necesitados, con el criterio de producir para irrigar riqueza y mejorar los niveles generales de vida.
Llega a la presidencia Gustavo Petro, que conquista su lugar entre los gobernantes de Colombia mediante su juego político de sumar voluntades en torno suyo, el incluso de sectores antagónicos, unidos en exclusiva por la voluntad de poder. Aprovecha el derrumbe social y el atraso de las zonas del Pacifico y el Atlántico, con elevados índices de miseria y frustración, así como el descontento en Bogotá y otras regiones, para atraer electores ofreciéndoles subsidios y múltiples beneficios. En tanto, del otro lado, las poderosas maquinarias partidistas que llevaron a pulso a sus agentes al Congreso, se convertían en un lastre para sus candidatos, por lo que el liberalismo, el conservatismo y el Centro Democrático, en un momento dado parecían estar dando golpes de ciego en una piñata con los ojos vendados, primero por uno, después por otro, luego por Fico y Hernández, que deberían ser los salvadores frente a Petro. Así, gentes que ni los conocían, ni trataron personalmente, gritaban ¡Fico!, ¡Rodolfo!, ¡Sálvenos! Sin darse cuenta que la causa estaba perdida desde cuando la derecha no tuvo iniciativa política porque Uribe estaba inhibido por la persecución y el precio del continuismo.
El conservatismo, como partido bisagra, tenía gran cuota burocrática, sin iniciativa política alguna. El liberalismo no consiguió tener candidato propio. El Centro Democrático, en parte desconectado del gobierno, más signado de continuista, y dividido, abandonó primero a Zuluaga, después a Fico y más tarde a Hernández, para casi colapsar al bajar de la primera fuerza en el Congreso, a cuarta.
Los de las encuestas y asesores de campaña decían que hablar de corrupción no atraía a los electores. Resulta que la indignación nacional contra la corrupción era lo que movía como poderosa fuerza subterránea el ánimo de la población. Petro lo entendió hace años y esa fue su bandera, el ingeniero Rodolfo Hernández, que ya había levantado esa bandera en su campaña a la gobernación, dijo que sacaría a los corruptos del poder y se conectó con los descontentos, que eran casi todos.
El populismo llega al poder en Colombia con Petro, con ese mismo impulso esperanzador de las grandes masas de Hispanoamérica que han votado por esa corriente en otros países, para después quedar frustradas y arrepentirse, por supuesto, no en todos los casos. Es una encrucijada histórica, en cuanto tenemos bandas armadas por todas partes del territorio nacional. El Estado en casi el 70 por ciento del país es inoperante o está fletado por corruptos, bandidos o violentos. Se le podría decir a Petro, como lo dijo Don Julio Arboleda, en la posesión de Manuel María Mallarino: “no olvide que aquí se pude pasar del solio de los presidentes al banquillo de los acusados…De esta joya del continente os hace depositario, más que el sufragio nacional, la providencia, que os ha traído como por la mano, de acontecimiento en acontecimiento”.
En esta encrucijada la nación se dividió en dos, a favor y en contra de Petro. Quien no recibió un cheque en blanco, ni entra a gobernar un país de borregos. La tradición democrática colombiana es valiosa, mucho más por ser imperfecta y en un país donde se suele apelar a la violencia para alcanzar influencia, enriquecerse o intentar llegar al poder, por lo menos regional.