“Yo no sé, atenienses, la impresión que habrá hecho en vosotros el discurso de mis acusadores. Con respecto a mí, confieso que me he desconocido a mí mismo; tan persuasiva ha sido su manera de decir. Sin embargo, puedo asegurarlo, no han dicho una sola palabra que sea verdad”. Platón, en la apología de Sócrates cita sus anteriores palabras, que, hasta hoy en el decurso de la historia, tienen plena vigencia como modelo de defensa para destruir los implacables y retorcidas argucias de sus malevos acusadores.
Y de todas las calumnias, dice Sócrates: “la que más me ha sorprendido es la prevención que os han hecho de que estéis muy en guardia para no ser seducidos por mi elocuencia. Porque el no haber temido el mentís vergonzoso que yo les voy a dar en este momento, haciendo ver que no soy elocuente, es el colmo de la impudencia, a menos que no llamen elocuente al que dice la verdad. Si es esto lo que pretenden, confieso que soy un gran orador; pero no lo soy a su manera; porque, repito, no han dicho ni una sola palabra verdadera, y vosotros vais a saber de mi boca la pura verdad”.
Miles y miles de defensas en los parlamentos o en los tribunales, con fundamento en la refutación de la credibilidad de la acusación, han seguido el modelo de la de Sócrates, hasta nuestros días. El siguiente párrafo fuerte es contra el enjambre de calumniadores y gentes que siembran la cizaña en su contra para crear mal ambiente y aturdir a la multitud en su contra: “Los que han sembrado estos falsos rumores son mis más peligrosos acusadores, porque prestándoles oídos, llegan los demás a persuadirse que los hombres que se consagran a tales indagaciones no creen en la existencia de los dioses. Por otra parte, estos acusadores son en gran número, y hace mucho tiempo que están metidos en esta trama. Os han prevenido contra mí en una edad, que ordinariamente es muy crédula, porque erais niños la mayor parte o muy jóvenes cuando me acusaban ante vosotros en plena libertad, sin que el acusado les contradijese; y lo más injusto es que no me es permitido conocer ni nombrar a mis acusadores, a excepción de un cierto autor de comedias. Todos aquellos que por envidia o por malicia os han inoculado todas estas falsedades, y los que, persuadidos ellos mismos, han persuadido a otros, quedan ocultos sin que pueda yo llamarlos ante vosotros ni refutarlos; y por consiguiente, para defenderme, os preciso que yo me bata, como suele decirse, con una sombra, y que ataque y me defienda sin que ningún adversario aparezca”.
Pese al polvo de los siglos transcurridos desde cuando se acusa en Atenas a Sócrates, la artimaña de la calumnia, de los enemigos ocultos, el inocular el odio en la multitud, de emplear falsos testigos y enardecer a los débiles en contra del personaje que se pretende ajusticiar en el curso de proceso antes de que los jueces dicten sentencia, no ha variado mucho. La cosa cambia cuando quien se defiende decide desconocer del todo a sus jueces y desenmascararlos ante la sociedad. Sócrates, acepta de alguna manera esa autoridad con la que libra un pulso en el qué apuesta la vida, y eso lo pierde.
El expresidente Álvaro Uribe rechaza la autoridad de sus jueces, sin romper con el sistema, por lo que sigue en la brega negando la competencia de la Corte Suprema por considerarla parcializada y politizada; exige que en otra instancia se haga justicia, lo que es absolutamente legítimo. Garantías fundamentales de las que carece Sócrates en Atenas, cuna de la democracia.