Hemos regresado al viejo duelo político entre las fuerzas del orden y los agentes del desorden y el caos. En ambas esquinas se ha movido por épocas la República de Colombia desde cuando el Libertador Simón Bolívar consagrara el régimen democrático, hasta nuestros días.
El presidente Gustavo Petro, quien como tal debería estar alineado con el orden, sin por esto abandonar sus reformas y permitir que pasen por el tamiz del Congreso para que se conviertan en ley, prefiere seguir a su admirado general José María Melo, quien al llegar al poder sigue en la agitación de los artesanos en las calles de Bogotá y la guerra, sin avanzar en la prudente recuperación del orden, lo que sería su perdición, lo llevaría a la derrota política y militar, el exilio y la muerte como presunto traidor.
Melo, en realidad, nunca gobernó a plenitud, carecía de esa condición reflexiva del gran estadista a la que José Ortega y Gasset hace referencia sobre el gobernante que desde su despacho abarca los problemas nacionales y con frialdad, así como visión metódica, los va resolviendo. No hizo nada a favor de los artesanos, fuera de convocarlos a protestar en las calles. Petro es más un audaz agitador que un hombre de gobierno. Melo contribuyó a la ruina de los artesanos al utilizarlos como carne de cañón. Petro, al convocar a los empleados públicos y a las bandas de la primera línea a tomarse las calles, se regodea con un respaldo popular orquestado que no responde a hechos verídico de ayudar al pueblo.
Más el pueblo sufre por cuenta del alza de la gasolina y de los impuestos, como de los alimentos, de los transportes, pasajes y artículos de primera necesidad. Lo mismo que por la interdicción de la acción militar en las zonas de candela donde los subversivos imponen su voluntad y amenazan a la población a diario. Así como en las ciudades crece la delincuencia común, que, por fortuna, desde la Policía el general William Salamanca se propone combatir.
En materia de orden público, por cuenta del despeje y alto el fuego decretado casi qué sin medir las consecuencias, retrocedimos treinta años y hoy los subversivos mantienen un influjo estratégico y pernicioso en el 70% de nuestro territorio. Es algo demencial. Somos el único país de la región que no ha logrado recuperar la soberanía nacional. Bolivia derrotó al Che Guevara. Argentina extirpó la violencia urbana y rural. El general Pinochet dirige el pronunciamiento castrense para evitar el comunismo a la cubana en su país. Por una consulta plebiscitaria que perdió, renunció al poder. Brasil, derrotó varios intentos subversivos en los campos y ciudades. Venezuela y Ecuador, hicieron lo propio.
La situación de orden público en nuestro país es perturbadora y preocupante. La violencia crónica persiste por más de medio siglo. Ningún gobierno consigue la victoria militar total. Hoy, en las grandes ciudades, las mafias controlan extensas zonas, en las que someten a la extorsión a los comerciantes y parroquianos. Son bandas que cuentan con armas de alta potencia y tienen una inmensa capacidad de soborno.
Hablar de plenitud democrática entre nosotros es vergonzoso. La democracia en Colombia es formal, se realizan elecciones, se vota en medio del fraude, tenemos una división de poderes, más las instituciones no llegan a las zonas periféricas ni a ciertos nidos de ratas de nuestras grandes urbes.
Nos ufanamos de tener una prensa libre y a diario nos enteramos de periodistas que son amenazados. Periodistas que a veces se aplican la autocensura por temor a ser víctimas de las mafias o de matones al servicio del Régimen. Entre nosotros los gobiernos cambian, más el Régimen que combatió Álvaro Gómez, sigue en su amorfa incrustación en los poderes públicos, la sociedad y la violencia. Varios diarios y noticieros que informan de esos negocios turbios se quejan de sufrir como los bloquean, persiguen y les niegan la pauta. El primer interesado en permitir el ejercicio de la libertad democrática de informar con responsabilidad y eficacia de los periodistas, debiera ser el gobierno. Si el presidente Petro hubiese estado al tanto de los manejos de su despacho por cuenta de sus subalternos quizá se habría evitado la dura y escandalosa reacción del hoy exembajador Armando Benedetti, envuelto en las mutuas intrigas con Laura Sarabia, su juvenil y antigua colaboradora, mareada por el poder y con precoces sueños presidenciales.
Lo mismo se puede observar en torno a las crisis sucesivas del gabinete, que, entre otras cosas, semejan la ingobernabilidad de la III República Francesa, donde los gobiernos se caían y sucedían unos a otros, derribados por el Parlamento o por los demagogos de turno. La diferencia con la III República es que nuestro sistema es presidencialista, siendo en consecuencia el gobernante el principal responsable de la inoperancia, la inestabilidad y las perturbaciones oficiales.