El Gobierno de Juan Manuel Santos, avanza como hipnotizado por el despeñadero dictatorial. No se trata de que el gobernante haya decidido convertirse en dictador, así declarara que hacia lo que le daba la gana. Esa es una expresión imprevista y ocasional. Santos, a lo largo de su carrera, ha sido un demócrata convencido. Lo que pasa es que, como en la famosa película de Charles Chaplin, el actor agita de improviso una bandera para devolvérsela a unos huelguistas que avanzar en un camión; lo que confunde a la multitud que viene rezagada e interpreta los movimiento del cómico como el llamado a seguirlo en la protesta, lo que lo convierte en improvisado jefe de la misma.
Santos agita la jerga de la paz a cualquier precio, convierte el tema en el eje central de su campaña, le comunica a los otros poderes públicos ese mismo sentimiento y descalabra el equilibrio de poderes. Actitud que puede resumirse en negociar la paz a como dé lugar. La sociedad debe pagar el precio que sea por la paz. Más barato que la guerra es la paz. Nada importa que los delitos de las Farc los convierta en genocidas y pavorosos criminales, si por medio de exorcizarlos en Davos y pactarlo en La Habana, pueden derivar en elementos de bien, así como llegar al Congreso, obtener un Tribunal estalinista, como si hubiesen ganado la guerra y ad hoc, dictar sus propias leyes. Y, esto, a contrapelo de un mundo que libra una guerra internacional contra el terrorismo.
Lo importante, para los efectos dictatoriales, es que no solamente el Ejecutivo sino el resto de poderes públicos sigan el riesgoso juego de pasar por alto la Constitución y transgredir las leyes por la paz. Manía que han tenido algunos gobernantes desde los balbuceos de la República y que se extiende hoy en países vecinos. En el Manifiesto de Cartagena, Simón Bolívar los retrata: “Los códigos que consultaban nuestros magistrados no eran los que podían enseñarles la ciencia práctica del Gobierno, sino los que han formado ciertos buenos visionarios presuponiendo la perfectibilidad del linaje humano. Por manera que tuvimos filósofos por jefes, filantropía por legislación, dialéctica por táctica, y sofistas por soldados. Con semejante subversión de principios y de cosas, el orden social se sintió extremadamente conmovido, y desde luego corrió el Estado a pasos agigantados a una disolución universal que bien pronto se vio realizada. De aquí nació la impunidad de los delitos de Estado cometidos descaradamente por los descontentos”.
“Para tenerlo incesantemente inquieto y promover cuantas conjuraciones les permitían formar nuestros jueces, perdonándolos siempre, aun cuando sus atentados eran tan enormes, que se dirigían contra la salud pública. La doctrina que apoyaba esta conducta tenía su origen en las máximas filantrópicas de algunos escritores que defienden la no residencia de facultad en nadie para privar de la vida a un hombre, aun en el caso de haber delinquido éste en el delito de lesa patria. Al abrigo de esta piadosa doctrina, a cada conspiración sucedía un perdón, y a cada perdón sucedía otra conspiración que se volvía a perdonar; porque los gobiernos liberales deben distinguirse por la clemencia. ¡Clemencia criminal, que contribuyó más que nada a derribar la máquina que todavía no habíamos enteramente concluido!”.
Subvertir los valores por la paz se repite como una lacra de la involución en pleno siglo XXI, con el predominio dictatorial de Santos por cuenta de sus contradicciones políticas sobre el resto de poderes públicos. Al consagrar tamaña injusticia -que los subversivos no paguen ni un día de castigo- se fomenta el pernicioso atractivo de la impunidad para los terroristas. Lo que prueba que nada aprendemos de la historia.