La guerra civil fue una constante en tiempos pasados no tan lejanos y muy lejanos, tanto en Occidente como en otras regiones del mundo. Por lo general el orden se establece por el triunfo de la espada. Los pueblos entienden en determinado momento de su madurez que es preferible acatar la autoridad de uno de los suyos que caer en las garras de los bárbaros locales o los extranjeros. La campaña de desacreditar, desacralizar, disolver o corromper la autoridad es una constante de las revoluciones.
Entre las pocas cosas que cumplen los de la revolución, que, por lo general, usan un lenguaje para ganarse a las masas y otro cuando llegan al poder y someterlas, es que giran y vuelven a lo mismo. Uno de los mayores sofismas que se han inventado prosperó gracias a Marx y Engels, los profetas de la lucha de clases y la abolición de las clases dirigentes, quienes plantearon la consigna de la dictadura del proletariado. Es un ir y venir constante, la revolución triunfante perece con el correr del tiempo en cuanto la sociedad reclama estabilidad, algún grado de orden y retorno a las jerarquías. Las jerarquías surgen del más fuerte al más hábil, a menos que se tenga un sistema como el de los griegos que les permitía conferir temporalmente poder a un notable a un estratega. El estratega en tiempos de crisis o de guerra externa era investido de todos los poderes para resolver la situación y salvar la sociedad. Al cumplir su misión se retiraba.
Ese sistema funciona, con la evolución a la democracia electiva o el orden impuesto por las legiones romanas, hasta que llegan los césares y emergen las monarquías. Al desplomarse el Imperio Romano se da lugar al predominio papal desde el momento que la religión de los humildes deja de ser sacrificada en el circo, se eleva de rango social y capta la voluntad de los emperadores y reyes. No faltan los filósofos de la historia que sostienen que la historia se repite y estas constantes evolutivas se siguen dando en distinto grado, principalmente en Occidente y en cierta forma entre las culturas asiáticas milenarias.
Lo cierto es que la lucha entre el orden y el desorden es continua. En Colombia después de la guerra civil o como consecuencia de implantar un cambio constitucional, venía una etapa de orden o de desorden y caos. Temas que analiza con notable lucidez el estadista Rafael Núñez. Aquí algunos ilusos sostenían qué copiando la Constitución de una potencia como los Estados Unidos, nos convertiríamos en otra potencia, aquí emerge el santanderismo antes que su inspirador durante la denominada Patria Boba.
Y eso ocurre desde el primer día en el que se habló de Independencia, lo mismo que en los tiempos coyunturales de cambio de las instituciones por vía constituyente, como en el caso de los Estados Unidos de Colombia con los radicales y el general Mosquera. Lo mismo se repite en parte con la convocatoria a reformas la Constitución de 1886, en tiempos del gobierno del presidente César Gaviria, cuando salieron con el sugestivo argumento para confundir a los tontos que una Constitución con más de 100 años era un anacronismo, había que abolirla y adaptarnos a los nuevos tiempos.
Hoy vivimos el desorden y las nefastas consecuencias de ese engendro político que debilitó el Estado en grado sumo. En este momento todos culpan al presidente Iván Duque, de ejercer el gobierno con guantes de seda y prudencia benedictina, que de poco sirve cuando la revolución avanza con tácticas de guerra civil por todo el territorio del país y se traslada el conflicto a la vecindad. Y el mal está más arriba, en la Carta del 91, que algunos todavía elogian en cada aniversario y que tiene algunas cosas buenas, de las que logra en minoría sacar adelante Álvaro Gómez.
¿Cómo calificar el atentado a bala contra el señor presidente, dos de sus ministros y las autoridades de Cúcuta? ¿Qué habría pasado si el siniestro y vil atentado consigue su objetivo? Es tal la confusión general, más las pérdidas económicas y la falta de soberanía nacional, no solamente en los campos sino en las grandes ciudades, que podría haber dado lugar a una explosión social de proporciones nefastas y sangrientas.