El bello Apolo, hijo de Zeus y Lató, hermano gemelo de Artemisa, era portador del arco y la flecha, de la luz y de la verdad, la belleza, la perfección, con el poder desde los cielos de intervenir a su acomodo en la vida de los mortales. Dios de la muerte súbita y las plagas, al que se adoraba y temía. Le consagran numerosos templos, como maestro de la perfección y la armonía, por estar conectado al medio y la vida colectiva. Hoy los seres humanos podemos competir en la fabricación de armas y sustancias letales que pueden aniquilar la especie. En tanto, retrocedemos a los temores de los tiempos primitivos, cuando se pensaba que las plagas eran castigo de los dioses.
Más no contamos con dioses que se ocupen de esas plagas, y la humanidad se siente más indefensa que nunca. Los científicos investigan, algunos mueren en el intento, como los médicos y las enfermeras, por lo que la sociedad se siente más indefensa. Casi todos los países del globo enfrentan el mismo desafío de luchar contra un enemigo invisible, que ataca de manera aleve, constante y por sorpresa. El covid-19 no da tregua y por todas partes cobra más víctimas, sin importar la condición social de las personas, riqueza, penurias, edades, ni el lumpen más bajo.
Se creyó al inicio de la aparición del virus en Europa en invierno que en los climas cálidos el virus no prosperaría, sabemos que en todos los climas y razas cobra víctimas. Países que en un principio lograron mantener la disciplina social, temporalmente, consiguen frenar la propagación y al poco tiempo, por bajar la guardia, vuelve con más fuerza la infección, como pasó en Alemania. China. Japón y algunos países asiáticos, consiguen resultados positivos sorprendentes.
En Estados Unidos, en particular en Nueva York y California, el virus se multiplica. Lo cierto, como lo expresé el año pasado en una de las pocas veces que toqué el tema: “es que no sabemos cuánto tiempo va durar, ni a cuantos se va llevar”. Algunos prestigiosos científicos se inclinan a sostener que la humanidad terminará contagiada masivamente, hasta que se manifiesten los anticuerpos que tiene el organismo humano y se repita el fenómeno de la gripe, que se llevó a millones y con el tiempo la mayoría superan la enfermedad o resultan inmunes.
Lo cierto es que el covid-19 afecta el modelo de vida de todos los países y pueblos, con efectos degradantes y devastadores.
Lo que tenemos claro en la sociedad global es que corresponde al Estado y los gobiernos diseñar la política sanitaria y de protección de la salud colectiva nacional vulnerada, crear cordones sanitarios, identificar a los contaminados y multiplicar las camas para tratarlos y evitar que se propague el mal. En países como Colombia se debilitó el Estado en grado sumo, entregando la salud a empresas privadas, en el entendido que se trata de un negocio que deja muy buenos dividendos, siendo la salud uno de los aspectos estratégicos fundamentales de un país. Por lo que puede haber modelos privados y estatales, más en lo fundamental la salud colectiva es responsabilidad estatal.
En Colombia se le pide al presidente Iván Duque que haga más por contener el virus, sin atender que la capacidad del Estado es limitada, que la información que tenemos sobre la pesadilla que vivimos es modesta, incluso, sobre la efectividad de la vacuna y de otros medicamentos. El Gobierno debe ser campeón de la pedagogía social, pedir a los colombianos que colaboren entre sí, extender la vacuna a todos los sectores, incluidos los venezolanos como profilaxis elemental para evitar más contagios.
Al desquiciarse el sistema renacen las tesis conservadoras de orden y disciplina social como tabla de salvación: fortalecer el Estado, asumir el compromiso de defensa de la salud y nuestros intereses ante el mundo, favorecer a los más débiles y reconstruir el tejido social, perseguir la corrupción, salir de la quebrantada economía con el impulso del desarrollismo, con miras a alcanzar una sociedad más prospera, solidaria y unida.