Es del caso remitirse a la cultura nacional y la evolución del tejido social, a la par de la política, para abocar el tema de la corrupción -la misma que hoy obsesiona a los colombianos- para preguntarse: ¿Es, acaso, la sociedad la que corrompe a los políticos o los políticos se valen de la corrupción para encumbrase, adquirir poder y mantenerse vigentes?
Es preciso aclarar que la cultura colombiana, la tradición nacional nos muestra que en su mayoría los más notables hombres de poder han tenido un manejo impecable de los fondos públicos. Los conservadores seguimos el ejemplo del Libertador Simón Bolívar, el primero que desde la cumbre del poder da un manejo obsesivo de los fondos públicos teniendo en cuenta la pulcritud y el bien común y no se contenta con eso, sino que de su propio bolsillo paga gastos del Estado y concede pensiones a las viudas de sus generales. En tanto, en su ausencia, su vicepresidente se enriquece, pues considera que sus servicios a la causa de la Independencia deben ser bien remunerados. El testamento de uno y otro muestra la diferencia entre el carácter aristocrático de héroe y el criterio burgués del granadino. Eso es algo que corresponde a los arquetipos de la nacionalidad de dos personajes que han contribuido a forjar el alma nacional.
La explicación de gran parte del avance y del atraso nacional en campos esenciales para el desarrollo se encuentra en esas dos concepciones del poder, de las que existen en torno de las mismas diversas variantes. Se peca por exceso de desconfianza al tildar a todos los que tienen dinero y amasan grandes fortunas por su cuenta en la competitividad capitalista, de enemigos de la sociedad. Cuando en realidad son los que generan empleo, pagan impuestos y más le sirven a su país.
Los escándalos como el de la multinacional de Brasil de la construcción y el soborno contribuye a confundir al público y avergüenzan el mundo político local. Los ejecutores, los que hacen empresa y contribuyen al desarrollo dentro de la ley son verdaderos héroes en un país como el nuestro.
A su vez, la pulcritud electoral se constituye en el principal baluarte de la democracia. En los países que carecen de sistema y autoridades electorales limpias, imperan los peores y más corruptos que se imponen por medio del fraude electoral y el dinero mal habido. Los que llegan mediante el fraude y las componendas al poder, suelen seguir delinquiendo para enriquecerse más. Eso es tan antiguo, casi que como la humanidad.
El monumental escándalo de la constructora Odebrecht, por cuenta de la investigación y denuncia del Departamento de Justicia de los Estados Unidos estalló el 22 de diciembre del 2016. Allí aparecieron 12 países de nuestra región incursos en gigantescos negociados en los que repartieron entre los cómplices 788 millones de dólares destinados al tráfico de influencias.
Semejante denuncia, en la medida que se van conociendo los nombres de los culpables estremece la región. Ya en el Perú dictaron orden de detención contra el ex presidente Toledo. En varios países tiemblan los negociantes y politiqueros corruptos. En las redes sociales, en radio pasillo y por todos los medios, incluidos los de comunicación, se hace referencia a lo último que se conoce de esos negociados.
En Colombia, la Fiscalía se mueve al compás dinámico de Néstor Humberto Martínez. Desfachatados y envidiosos personajes de la gleba insisten en afirmar que todos los políticos están de alguna manera inmersos en la corrupción. Nada más falso. La masa de la población rechaza el enriquecimiento ilícito de sus jerarcas políticos. Claro, para la izquierda que aplaude la impunidad de las Farc, signada en los peores delitos de lesa humanidad, les conviene enlodar a todos los políticos con miras a presentarse como los arcángeles llamados a combatir la corrupción del sistema. Faltan más datos para opinar de fondo sobre estos ominosos escándalos.