Como le he comentado numerosas veces en escritos y conferencias, hoy la barbarie es una planta común y silvestre, que se da en nuestros campos y ciudades. Pese a que en el país los violentos no llegan al uno por ciento de la población. La gran mayoría de los colombianos son gentes buenas, sencillas, religiosas y respetuosas de la ley. El pueblo colombiano en general es de una catadura moral superior a los dirigentes políticos, que en la actualidad y en algunos casos, cambian de partido y de camiseta, según las conveniencias de obtener tajadas burocráticas o miles de millones del Tesoro Público y la contratación oficial.
Varios de los constituyentes del 91 y los legisladores posteriores, consideraron que modernizar la justicia y el país consistía en aumentar el número de cortes y burocracia, imitando algunos modelos del socialismo europeo. Hoy, tenemos qué con tantas cortes, hemos llegado al extremo de ver como se marchita la justicia, puesto que un sistema judicial en el que los procesos duran años y años, 10, 15 o 20 años, es absolutamente ineficaz. Eso provoca la denegación de justicia, al caer los pleitos en un proceso kafkiano, donde después de varios años de demandas y contrademandas, se gana un caso y viene una tutela contra la sentencia, entonces alguna Corte o juez, se encargan de volver el proceso a cero. Eso no es justicia. ¿Cuánto tiene que ver la denegación de justicia con la violencia en Colombia?
Esa grave crisis de la Carta de 1991 la escenifica con varias demoledoras pinceladas el reconocido profesor, político y diplomático Jaime Castro, en escrito en El Tiempo, del pasado 9 de diciembre, donde hace una fotografía del sistema constitucional vigente: “A comienzos de los noventa el sistema político se había bloqueado. Habían fracasado varias reformas constitucionales y los proyectos sobre la materia presentados al Congreso. Las normas dictadas por la Constituyente del 91 tuvieron la unidad y coherencia propias de todo acuerdo sobre lo fundamental y las reglas de juego que convienen los actores de la vida pública. Esa unidad y coherencia desaparecieron porque el Congreso ha dictado más de 70 actos legislativos que ordenaron reformas en relación con diferentes temas y materias. Dichas reformas volvieron colcha de retazos la Constitución, pues entre ellas no hay pensamiento rector, hilo conductor o visión de lo que deben ser el Estado o la estructura de un nuevo sistema político o forma de gobierno. Y tendrá más retazos porque lo mismo debe anotarse de los proyectos que cursan en las cámaras”.
En fin, tenemos un Estado débil, rebasado en la periferia por la barbarie y las poderosas mafias de los violentos, como por la interinidad de las Fuerzas Armadas.
Los legisladores colombianos desgarraron la Constitución de 1991, sin alcanzar a definir hasta dónde en la Corte Constitucional y otras instancias donde los jueces se separan del tenor de la ley, se ha reescrito ese texto fundamental, agravando el caos jurídico en el país. Tampoco se esclarece hasta donde en nombre de la paz, se transa la ley en Colombia. Mientras se agrava la barbarie, se hacen propuestas de paz por cuenta del presidente Gustavo Petro, quien es ejemplo del quehacer político con la bandera blanca y vemos cómo, a la manera de lo que describe Thérese Delpech, en su famoso ensayo publicado por Editorial El Ataneo “El retorno a la Barbarie en el siglo XXI”, la violencia en el mundo se multiplica por doquier. Una verdad de a puño que tiene mucho que ver con la salud mental de nuestros políticos, muchos de ellos enfermos graves o locos morales, elementos desquiciados que son muy peligrosos cuando llegan al poder.
Lo peor es que en el caso colombiano llevamos más de medio siglo de violencia, con la acumulación de crímenes en la impunidad y malestar colectivo, lo que en algunos casos vinimos a conocer gracias a la fundación dirigida por Diana Sofía Giraldo, en su humanitaria consagración de socorrer a las víctimas de la violencia, como las de Bojayá, a las que las Farc les lanzaron un cilindro bomba que deja más de 90 personas humildes calcinadas, pese a lo cual los sobrevivientes resolvieron apostar a la paz, la superación moral y la convivencia. Ese es un caso estremecedor de la barbarie mundial que, si la señora Delpech lo hubiese conocido, merecería capítulo de honor en su valioso libro, que se ocupa de esos escabrosos temas en otras regiones en el mundo.