El 2016 será recordado como el año bisiesto trágico para la democracia colombiana por cuenta de la compleja negociación del gobierno de Juan Manuel Santos con las Farc en La Habana, puesto que los negociadores oficiales con tal de alcanzar el acuerdo que aupaba la Casa de Nariño terminaron por caer en la trampa del estalinista Enrique Santiago, asesor de las Farc y ceder en temas fundamentales que minan el Estado de Derecho y la legitimidad del sistema.
Tiene razón Timochenko cuando en nombre de las Farc exclama, en referencia al acuerdo de La Habana, animado por el jolgorio de Cartagena: “Ganamos”. Cuando las Farc estaban más debilitadas que nunca, por los duros reveses miliares que les habían propinado las Fuerzas Armadas, al punto que se mostraban agónicas y a la defensiva, sin capacidad de recobrar la iniciativa militar y atacar las ciudades como en tiempos del Mono Jojoy, reducidos a sus madrigueras, lo que nadie esperaba es que mediante la negociación en La Habana, consiguiesen superar la condición de terroristas, de agentes de los negocios ilícitos y un pavoroso historial de depredaciones y crímenes, para salir impunes y con curules especiales en el Congreso, fuera de las que consigan por su cuenta en la gesta electoral.
Las Farc, por medio de la negociación en La Habana obtienen un reconocimiento que nunca habían conseguido en medio siglo de conflicto armado. La amnesia colectiva parece abatirse sobre la nación y en La Habana se mimetiza a las víctimas de las Farc. Por todos los medios de la propaganda presionan a las masas para que apoyen el acuerdo a cualquier precio, lo mismo que con testimonios de personalidades del exterior su busca inducir la opinión para culminar la campaña del Sí con una suerte de ópera Wagneriana. Noruega le confiere el Premio Nobel de Paz a Juan Manuel Santos, no sin advertir que lo hace por cuenta de sus denodados esfuerzos por la paz. Por lo anterior se esperaba que el Gobierno, en alianza morganática con todos los partidos, excepto el Centro Democrático, ganara el plebiscito.
No contaban los consultores de opinión, que, como no ocurría desde el plebiscito de 1957, el ciudadano reflexionara sobre su voto, ni con la formidable campaña de Álvaro Uribe en contra el acuerdo de La Habana. Al pueblo le pareció que premiar a las Farc y consagrar la impunidad era peor que la guerra, por lo que en general al ganar el No se pensó en ir a otro plebiscito que colmara los anhelos realistas de paz y el constituyente primario se pronunciara.
El Gobierno atrapado en la telaraña de la negociación, con audacia de tahúr, asume los poderes del Congreso y la Justicia para manejar de manera excepcional o dictatorial la transición política, en tanto se instala el Tribunal estalinista.
Santos asume los tres poderes y procede a dictar su voluntad de donde, casualmente, proviene el vocablo dictador. El dictador, para que lo recuerde Lizcano, no está sujeto a otra voluntad o instancia superior y ejerce el poder a discreción.